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Una imagen de Three Times

 Una imagen de Three Times

El cine que está ocurriendo en Asia

La octava edición del Barcelona Asian Film Festival recoge lo mejor de las cinematografías orientales

Penélope Coronado

El cine asiático, de Japón, China, Hong-Kong, Corea del Sur, Taiwán, India, Sri Lanka, ha aterrizado en Barcelona. En una época en la que el cinéfilo donde de verdad disfruta es en festivales a la carta (nótese la especialización, hoy se dedican certámenes a toda clase de géneros: documental, animación, gay y lésbico, experimental, digital, terror, y un largo etcétera), amén de visionados ilícitos –la distribución no filtra cine a gusto de todos, la exhibición nos obliga cada vez a consumir sus productos y hace ya tanto que la televisión nos decepcionó–, ocupa un lugar interesante, el exotismo no puede negársele, el Festival de Cine Asiático de Barcelona. Cada primera semana de mayo, este año las proyecciones duraban diez días, la gente de 100.000 retinas sigue proponiéndonos y proponiéndose (también ellos son los responsables del Cine Ambigú que se ve cada martes en la sala Apolo y cada miércoles en los Casablanca) cine insólito en la cartelera barcelonesa. La intención cuenta, y es aplaudible que quieran traernos películas de lugares cuya ubicación nos costaría determinar en un mapa y cuyas idiosincrasias se nos escapan, cinematografías que le quedan muy lejos a nuestra visión eurocéntrica de las cosas y del cine. ¿Qué ocurre cinematográficamente en Asia? De todo. Hay productos brillantes, imaginación por doquier, lo de siempre y que estamos ya hartos de ver pero con títulos de crédito en divertidos caracteres indescifrables, folklore adaptado a las nuevas tecnologías, algunas tentativas de obra maestra, y por supuesto no faltan los pestiños.

Hou Hsiao-hsien es una de las cosas que cinematográficamente están ocurriendo en Taiwán. El año pasado el BAFF nos obsequió con Café Lumiere, este año ha abierto su último trabajo, Three times. Dos actores, Shu Qi y Chang Chen, interpretan a lo largo de tres historias a la misma pareja, que en los tres casos vive la misma tensión sexual no resuelta. Hay tres tiempos distintos. Primero son los sesenta, la fotografía es wong-kar-waiesca, la historia se desarrolla en torno a un billar, los sinuosos movimientos alrededor de una mesa, el juego y el azar, el empeño de un hombre por encontrar a una mujer. Después es 1911 y la historia se narra muda y con intertítulos: diálogos prácticamente anodinos, que Hsiao-hsien en ningún caso emplearía para sus silenciosos personajes que hablan, irrumpen en la pantalla. Finalmente, Taipei hoy, dos jóvenes con estética neopunk deambulan en moto a toda velocidad por una ciudad caótica y abandonada a la globalidad. Una película bella en la forma, detallista en lo fílmico, pero vacía en el fondo. Como hermana bastarda de la tercera historia de Three times, arranca Reflections, de Yao Hung-I. El que había sido ayudante de dirección de Hsiao-hsien, mimetiza en su debut, sin ningún reparo, el estilo del maestro: la misma música simbiosis de Björk con Marlango, los mismos recursos estéticos (una mujer alumbrada por la luz blanca de un fluorescente), el mismo Taipei deshumanizado y superpoblado de seres solitarios y enfermos, los mismos jóvenes protagonistas del tercer Three times cansados de vivir. Ochenta y siete largos minutos de cine hueco, pretendidamente hondo.

Ocurren también en Asia Seijun Suzuki, Pen-ek Ratanaruang y Rithy Panh. El primero es un japonés longevo y prolífico (ochenta y tres años y unas cincuenta películas sólo en cine), que ha concebido la locura teatral-musical Princess Raccoon. Bajo el lema de opereta tanuki goten –gentilicio referido a una especie animal, inexistente y con rabo de mapache–, el film protagonizado por la estrella china Zhang Ziyi nos relata, cuasi-infantilmente, con trasfondo legendario y estética chillona e hiperbólica, la historia de un malvado villano empeñado en ser el hombre más bello de todos los reinos. El segundo es un tailandés que, para fotografiar su último trabajo, Invisible waves, ha contado con Christopher Doyle (él fotografió In the mood for love, y ha estado, en persona, en el festival). El film de Ratanaruang es un film fotografiado en las tinieblas, en el límite de la noche, dentro de la oscura habitación de un barco imposible; el film es negro en la forma y en el fondo, en el sentido del humor. El japonés Tadanobu Asano –actor que ha participado en otras dos interesantes películas, Eli, Eli, Lema Sabachtani y Rampo Noir, vistas en este octavo BAFF– es el protagonista de esta historia llena de extrañezas, tintes noir, gags mudos con Asano regado por un grifo invertido, un flash-back que detalla con rotundidad y carnalidad una muerte por envenenamiento. El antihéroe Asano, cual Alain Delon en Le Samurai, va constatando conforme huye y avanza la historia cómo se le estrecha el cerco, cómo se le complica la vida por una mujer que se le aparece como un fantasma. Un extraño viaje por localizaciones y escenarios imposibles, que por su negritud bien podrían ser el infierno o el purgatorio.

Rithy Panh fue el camboyano responsable de S-21, la machine de mort kmère rouge, ese rotundo documento sobre el brutal genocidio llevado a cabo durante la dictadura de los jemenes rojos. Paradójicamente en Les artistes du théâtre brûlé, Panh documenta la memoria –sus testimonios llevan a cuestas el recuerdo de un pasado violento–, pero desde la reconstrucción. Bajo la apariencia de documental, jugando a veces con la escenificación de la escenificación, el cineasta camboyano pone en escena las pequeñas historias de unos personajes que habitan en un teatro en ruinas: son actores sin razón de ser, el teatro les fue arrebatado después de un incendio, que sobreviven alimentándose de murciélagos fritos o de hacer actuar a unos títeres, pero que no renuncian a su arte por ruinoso que sea. Una película que, modestamente y con maestría, reconstruye la memoria, escenifica la denuncia, la llegada imparable de la macroeconomía a golpe de martillo y obras, y que incluso nos da algunas lecciones de vida.

Como digo, Tadanobu Asano es otra de las cosas que, interpretativamente, están ocurriendo en Asia. Camaleónico, en cada papel es un hombre distinto, él era el rubio de Ichi, the killer de Miike. Excéntrico y divertido, siempre le da Asano un toque inusual a sus papeles. Y sobre todo, audaz por embarcarse en proyectos marcianos y radicales. El japonés interpreta en Eli, Eli, Lema Sabachtani, un film minimalista y extraño, a un músico que encuentra sonidos haciendo sonar los objetos más insospechados; su música servirá de antídoto contra una epidemia que está diezmando a la población: la enfermedad que se contrae con este devastador virus es el suicidio. El otro trabajo que multi-interpreta Asano es Rampo Noir, adaptación de la obra de Edogawa Rampo en cuatro episodios multi-dirigidos por los japoneses Suguru Takeuchi, Akio Jissoji, Hisayasu Sato y Atsushi Kaneko. Abre la película un videoclip indescifrable y bello, después hay un episodio policiaco y sexual donde los espejos son elemento estético y narrativo –no falta un espejo en un sólo encuadre–, en tercer lugar, abróchense los cinturones y ríanse de la grima que daban aquel bebé en Cabeza borradora, el horriblemente encantador John Merrick u Hombre elefante, aquel Johnny cogió su fusil. Se hace Rampo Noir en este punto un ejercicio enfermizo: una mujer mantiene en formol las extremidades superiores e inferiores de su esposo, mientras somete al monstruo, a la oruga, a humillaciones diversas. Siguiendo esta estela alucinógena y malsana, el cuarto papel que protagoniza Tadanobu Asano es el de un hombre enfermo, sarpullido psicosomáticamente, su obsesión son los gérmenes y una mujer; sin ser consciente, su esquizofrenia va a conducirle a una sadiana consumación del amor. Cine radical, que abofetea, y no deja indiferente.

Ocurre también en Asia un cocktail cultural, lo describe muy bien su cine. A la idiosincrasia local –cuyos exotismos sabe sintetizar el Baff en su imagen, carteles y promos–, se asimilan las maneras de Occidente, los malos hábitos del capitalismo; los ecos de la globalidad llegan a todos los rincones del mundo. Hay en estas latitudes una cinematografía herencia de Francia (copodrucciones galas incluidas: Les artistes du théâtre brûlé del mencionado Rithy Panh, The forsaken land de Vimukthi Jayasundara, Walking on the wild side de Han Jie), y por supuesto, está la herencia clásica, la yanki (en Bollywood están sabiendo rentabilizar el concepto industria, la fabricación fordiana de películas: el Baff le dedicaba un apartado a India, y por tanto a este cine colorido y feliz, musical y lúdico).

Con aspecto de film indie, pequeñito y desaliñado, Green mind, metal bats de Kazuyoshi Kumakiri, gira en torno a algo tan inequívocamente americano como el béisbol. El título ya apela a ese bate metálico del que no se separa el protagonista, y que va a adquirir un sentido destructor fuera del campo. Una historia en torno a tres inadaptados: una alcohólica dispuesta a todo, un poli cabreado por la vida que le ha tocado, y un bateador frustrado. Un film dedicado al fracaso cotidiano. A stranger of mine es otro film japonés, escrito y dirigido por Kenji Uchida, sólo apto para los amantes del guión circular y donde cada más mínimo detalle adquiere siempre su importancia. Bajo la apariencia de un chico-conoce-chica cómico y en el que no paran de concatenarse los despropósitos, la historia desembocará en un lioso y apócrifo robo. Se emplea la técnica del punto de vista: hay tres historias, y cada vez seguimos a uno de sus protagonistas; sus azarosas vidas discurrirán por triplicado, hasta que al final todo se cierre en un círculo. Completamente opuesto, es decir sin importarle en absoluto el guión preconcebido, Vimukthi Jayasundara demuestra en The forsaken land su apego por lo estrictamente fílmico. En alguna parte de Sri Lanka, simplemente pasa la vida de un hombre, su mujer y su hermana, un viejo, un niño; hay también la constante la presencia de un ejército. Con naturalismo, Jayasundara nos detalla la irrealidad y el tercermundismo moral de su país. El director filma en The forsaken land un paisaje bello e inhóspito, la rutina sin agua corriente, el calor y el erotismo de los cuerpos, la violencia y la contienda implícita. Un ojo que se fija en las sensaciones y no en las palabras. This charming girl, de Lee Yoon-ki, es otra película de pocas palabras. Asistimos a un film, intimista y que transcurre sin prisas, que narra la rutina japonesa de una empleada de correos y telégrafos. Incapaz de estrechar lazos con su entorno más próximo, la protagonista (notable Kim Ji-soo) deambula del trabajo a su casa sin más compañía que un gato; se insinuará un pasado traumático, que no había necesidad de explicar. Bashing, de Masahiro Kobayashi, es otro film de rutina post-traumática: una japonesa retoma su vida después de seis meses como cooperante en Oriente Próximo –antes que en el Baff el film se presentó en la Oficial de Cannes–. Cierro este desglose de cine asiático con la coproducción chino-coreana Grain in ear de Zhang Lu, film austero y sincero de fotografía impecable, galardonado con el Durián de Oro, premio principal del festival. Conclusión: el octavo Baff se cierra con saldo positivo: un total de 20.000 espectadores fueron a ver cine asiático.

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