Goodbye, Dragon Inn: Reflexividad y nostalgia
Tsai Ming-Liang recupera el cine de los asombros en una vieja sala de Taiwán
Manuel Muñoz Rivas
Como versa la canción que acompaña los créditos finales de Goodbye, Dragon Inn, “un poco dulce, un poco amargo”, así es el homenaje elegíaco que el director Tsai Ming-Liang le rinde a un viejo cine de Taiwán, que es también, trascendiendo la anécdota, el cine mayúsculo, el cine de los asombros.
A continuación de los títulos iniciales sobre negro, durante los que se anticipa el sonido de la escena venidera, la pantalla se abre a unas primeras imágenes de corte histórico y códigos visuales propios del género épico chino de espadas. Apenas unos segundos después, el corte a otro plano que muestra esa misma escena, pero también la pantalla sobre la que se proyecta, vislumbrada a través de unas cortinas entreabiertas, sitúa un espacio intermedio, el de la platea, en el que otros espectadores asisten a la función. Ese gesto de prestidigitación, sustrae una dimensión a la película de espadas, aplanándola, y a cambio devuelve esa magnitud amplificada a la sala de cine, la gran sala de cine de una inocencia maravillada, que aglutina a ambos grupos de espectadores, los de la pantalla, y también tú, tu acompañante, el señor, la señora, los jóvenes, que tienes ante ti una, dos, varias filas al frente.
Tsai Ming-liang, tan lúdico como auto consciente, sostiene ese juego especular de reflejos e identificaciones a lo largo de varios planos que reiteran ese efecto durante un metraje mayor que el simplemente ilustrativo, y nos anuncia que en su película, aparte de sentida nostalgia y amor, habrá también una vocación reflexiva o ensayística.
El gran cine en el que se está proyectando el clásico de artes marciales Dragon Inn es una suerte de refugio o asilo en mitad de la noche. Un aguacero que asedia el edificio por todos sus flancos podría antojarse la única razón por la que una serie de personajes taciturnos se cobijan en él. Pero mientras llueve en el exterior, en el interior los pocos espectadores que han asistido a la sesión interactúan unos con otros de soslayo, se levantan de sus asientos, bien para eludir con recelo al desconocido vecino de butaca, o bien para encontrar el contacto de uno de esos mismos desconocidos, se fuma, se deambula por los pasillos, tienen lugar encuentros furtivos que no llegan a consumarse del todo. El deseo crepita en la oscuridad de la sala, con la misma intensidad con la que se pospone su satisfacción. Como sitiados, confinados en su propia soledad, estos personajes parecen haber acudido a este espacio en el que es posible cultivar la esperanza de que esa misma soledad podrá acaso diluirse, desvanecerse, allí donde el ilusionismo del tragaluz resta gravedad a los cuerpos e invoca fantasmas, espectros, compañía. También la empleada del cine, una mujer de pronunciada cojera que se contorsiona por los desangelados corredores del edificio al rebufo de sus quehaceres, busca su propia horma. Y para esta mujer misteriosa, que más que ningún otro personaje se cobija entre las luces y las sombras, qué otro objeto de deseo más apropiado que el proyeccionista, demiurgo esquivo de toda esa magia.
Para su evocación teñida de nostalgia de un tiempo de asombro de la pantalla, Tsai Ming-liang incurre en una aparente paradoja, que en realidad viene a conciliar dos formas legítimas de entender el cine. Mientras que la película con la que encarna ese pretérito, Dragon Inn, es un ejemplo de cine espectáculo, trepidante y rebosante de acción (cosa que intuyo a partir de las muestras que se nos ofrecen de la misma, pues nunca la ví), la suya, su película, Goodbye, Dragon Inn, se retrotrae a un tiempo más pretérito aún, quizá un tiempo hipotético, un tiempo de infancia del cinematógrafo en el que a éste se le podría suponer la maravilla del registro. Así el realizador taiwanés no sólo ha renunciado a las artes marciales, sino que también ha despojado su película de acrobacias gramaticales, de efectos de montaje, del exceso argumental, de la expresividad del rostro, del recurso enfático de la música, de los resortes habituales de guión -todos ellos motivos rara vez cuestionados-, en busca de una pureza cinematográfica que se debe más al hechizo de la imagen y al misterio ontológico que constituye el registro de los hombres y su tiempo en celuloide. En este ejercicio de depuración, Tsai escribe con la luz, con el espacio y las atmósferas, con la temporalidad de unas pocas acciones no relevantes, y en ello no deja de apelar en todo momento al espectador como cómplice de aquello que se le muestra, pues ésta –y hay que agradecérselo-, más que nada, es una película sobre y para el espectador. Resulta difícil, por ejemplo, nombrar todo lo que acontece en un plano en el que vemos la sala del cine vacía e iluminada una vez finalizada la sesión, en una imagen fija de duración inmensurable y una gran densidad reflexiva (y antes aún, emotiva). También es cierto que una serie de notas y situaciones humorísticas aligeran su propuesta, tendiéndole una mano al espectador más impaciente, pero en general Goodbye, Dragon Inn asume riesgos y logra comunicar mucho desde su aparente austeridad. No debe parecerle así a algunos espectadores, que en mitad de la película, abandonan la sala en busca de otras satisfacciones. Y seguramente ignoren que al hacerlo, al pasar a nuestro lado en la oscuridad de la sala, nos proporcionan cierto gozo a los que permanecemos, pues para los que sí hemos aceptado el juego que propone Tsai Ming-liang, este abandono pareciera orquestado como un acorde más de la película y nos reafirma como partícipes en la dimensión en la que acontece el CINE.
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