La moral laica e individual de Kieslowski
Se cumplen diez años de la muerte del realizador polaco, autor de Decálogo, La doble vida de Verónica y la trilogía Tres colores
Juan Antonio Bermúdez
En la Polonia en la que nació y creció
Krzystof Kieslowski (Varsovia, 1941-1996), la “libertad”, la “igualdad”
y la “fraternidad” eran conceptos omnipresentes, vulgarizados hasta
la vacuidad por la propaganda estatal. Era un país de blancos, negros
y sobre todo grises. Y así lo retrató en sus primeras películas,
los cortometrajes y los documentales que hizo en su paso por la famosa
escuela cinematográfica de la ciudad de Lodz (el Hollywood polaco).
Ya en ellos apunta algunas de las claves
de su cine: la atención a los micromundos (el hospital, la fábrica,
la escuela); la búsqueda de lo universal en lo particular; y muy especialmente
la fijación en la casualidad, en la intuición del azar como regla
suprema que trasciende cualquier otro determinismo religioso o político.
Hay ya en esos primeros bocetos breves
de la sociedad polaca mucho de su peculiar estilo intimista, una mirada
microscópica sobre lo social que cuajaría luego, veinte años más
tarde, en el Decálogo(1988), su monumental revisión de los
diez mandamientos católicos, y sobre todo en sus obras “occidentales”,
La doble vida de Verónica (1991) y la trilogía Tres colores
(1993-1994), en una influyente reformulación del cine “de autor”
europeo contemporáneo.
Azul (1993), Blanco (1994)
y Rojo (1994), las cintas que componen Tres colores, tienen además un aura doblemente fundacional y crepuscular.
Por un lado, rodadas ya en la confirmación del nuevo orden internacional
que sobreviene tras la caída del Telón de Acero, son las primeras
películas completamente “francesas” de Kieslowski; en gran medida,
su presentación ante un público mayoritario al que deslumbra su intimismo
neobarroco (en un sentido no tan distinto al que Omar Calabrese le otorga
a este adjetivo). Y, por otro lado, paradójicamente, están concebidas
como lo que serán, la clausura de la carrera cinematográfica de su
director, fallecido dos años después, como su testamento fílmico.
En ellas está la madura decantación
de los temas de toda su obra: del legado católico insoslayable (la
culpa, el pecado, la redención, los ángeles; revisitados, revisados);
de la coralidad en la que el azar forma imágenes caleidoscópicas de
lo social; de la conmoción sentimental imbricada en el devenir histórico;
de la circularidad y del amor ilimitado tal vez como únicas huidas
o únicas esperanzas (desde luego como conclusiones únicas para los
finales abiertos de Kieslowski).
Las tres películas tienen un desarrollo
argumental autónomo, pero muchas confluencias, más allá de los cruces
de personajes o del reencuentro de todos los protagonistas de la trilogía
en el sorprendente final de Rojo. En Azul, una joven mujer
(Juliette Binoche) intenta reconstruir su vida tras una experiencia
atroz, la muerte de su hija y de su marido, un célebre compositor,
en un accidente de coche. Blanco, en apariencia la más cómica
de las tres, cuenta las extrañas peripecias de Karol (Zbigniew Zamachowski),
un inmigrante polaco que regresa a su país de origen tras divorciarse
de Dominique, su mujer francesa (Julie Delpy). Y Rojo desarrolla
el encuentro entre una joven estudiante que se gana la vida como modelo
(Irene Jacob) y un juez jubilado (Jean-Luis Trintignant) que se dedica
a espiar a sus vecinos.
En las tres, el peso de los tres papeles
femeninos, muy distintos entre sí, es determinante, sostenido en tres
interpretaciones memorables. En las tres, la fotografía (en cada caso,
responsabilidad de un colaborador diferente) subraya de forma magistral
los matices del simbolismo cromático que explicita el título. En las
tres, la música tiene también una enorme importancia. En Azul,
de forma muy especial, porque funciona además como pieza dramática,
en la continuación que el personaje de Binoche hace de la obra de su
marido. Pero también en las otras dos, con las excepcionales composiciones
orquestales de Zbigniew Preisner y la introducción de un guiño más,
las referencias (en algunos diálogos pero también incluso en los títulos
de crédito) a Van den Budenmayer, ficticio compositor holandés de
principios del XIX, trasunto de Preisner que ya había “aparecido”
en otros filmes anteriores de Kieslowski.
Sin embargo, la unidad de la trilogía
viene sobre todo predeterminada, obviamente, por la inspiración, desde
el título, en los tres archiconocidos pilares conceptuales de la revolución
francesa, a partir de los colores que los simbolizan: el azul de la
libertad, el blanco de la igualdad y el rojo de la fraternidad. Una
fórmula magistral de la moral laica que, al contrario de lo que sucedía
en su Polonia natal, Kieslowski plantea aquí desde su concreción en
lo particular, en la experiencia humana individual, como requisito indispensable
para su respeto y su idealización como conceptos sociales.
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