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Manoel de Oliveira

 Manoel de Oliveira

Manoel de Oliveira. Una cuestión de fe

El veterano realizador portugués recibirá el León de Oro a toda su trayectoria cinematográfica en la Mostra de Venecia

Juan Antonio Bermúdez

Como tantos personajes suyos (pienso por ejemplo en el amable director psiquiátrico de A divina comédia interpretado por Ruy Furtado, escéptico hasta el gesto o el abandono rotundo del suicidio), Manoel de Oliveira (Oporto, Portugal, 1908) desconfía de los profetas y no acepta que se le anuncie con el protocolo del filósofo. Y en cambio siempre se ha definido como "una persona de fe".

Fe en lo que hace, contra la corriente atolondrada y fragmentaria de su contemporaneidad. Fe en la literatura como "la gran manifestación artística, de una amplitud casi infinita" y en el teatro como sustrato del cine, que por el montaje es ya evidentemente otra cosa. Fe en el idioma, avalada en el recurso frecuente a aquella cita de Pessoa: "a minha pátria é a minha língua". Fe, finalmente, como resumen de todo lo demás, en el ser humano, contra las pruebas abundantes de su canibalismo, contra la fatal naturalidad de su destino. En los más de 70 años que median entre Douro, Faina fluvial (1931) y Una película hablada (2003), Manoel de Oliveira ha rodado 37 películas, las veinte últimas a un asombroso ritmo anual gracias también en buena parte a la fe, ciega al éxito y al fracaso, en este caso de su productor Paolo Branco.

De todas ellas mana una exigente voluntad de reclamar las posibilidades de expresión estética del artefacto de los Lumiere, una confianza (añeja, si se quiere, pero viva, tan viva como cualquier antitética ceremonia desacralizadora) en el cine como arte y en el arte como objeto inútil, de redentora inutilidad. Aunque eso sea sobre todo una reacción frente al tecnicismo y a la trivialidad, una provocación que alcanza su techo en los interminables planos estáticos de Le Soulier de Satin (1985, 415 minutos, León de Oro en Venecia, obra magna del cine portugués), un viaje al principio de lo específico cinematográfico por detrás de modas y modos de representación.

"Cuanta más violencia y más sexo hay en una película, mejor se vende. Y es que el cine comercial y de entretenimiento está provocando la muerte del cine como arte", rezonga el director en las entrevistas (Diario 16, 9-IX-1998). Y por eso sus personajes ni siquiera se besan, compartiendo así la idea de Andrè Bazin, que consideraba el amor irrepresentable por único, por irreproductible.

"Cada plano es un riesgo", concluye Oliveira, muy cerca del Godard que afirmaba que un travelling es una cuestión moral, síntesis pura de la responsabilidad del autor. Y, sin embargo, en otra entrevista con el semanario lisboeta Expreso (26-VI-1997), el cineasta portugués, este Manoel de Oliveira al que siempre se le ha acusado de provocar epidemias de bostezos y despavoridas deserciones en masa de las salas, confiesa que no es nadie sin el público, que ningún autor es nadie sin el público: "Un filme no está acabado antes de que el primer espectador lo ve". Y recurre al refranero luso para ir más allá: "Quem conta um conto, acrescenta-lhe um ponto". Al cabo de cierto tiempo, un cuento, un filme, tiene muchos más puntos de los que tenía en su origen, crece en cada revisión.

Se suceden los homenajes para este director más reconocido que conocido. Entre los últimos, el ciclo Palabra y Utopía, organizado recientemente en Sevilla, en el que se proyectó buena parte de su filmografía, casi toda inédita en España, con el impagable colofón de la presencia de un Manoel de Oliveira juvenil, irónico, vitalista. Hace ya casi dos décadas, en 1982, rodó A visita. Memórias e confissões, documental autobiográfico que, según su deseo, sólo podrá proyectarse después de su muerte. Esperamos tardar mucho tiempo en verlo.

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