Il Capo
Desde sus colaboraciones con Martin Scorsese, Robert de Niro se ha consolidado como uno de los mejores actores de la historia del cine
David Montero
“El talento está en saber elegir”. Es un aforismo que le gusta repetir a Robert de Niro cada vez que tiene ocasión y no es difícil ver por qué. A pesar de ser considerado como el actor más relevante de los últimos tiempos en Hollywood, a de Niro aún le gusta esconderse detrás de sus películas, al amparo de unos personajes que estudia con avaricia y que han dibujado su vida con el color de los neones de Nueva York. Siguiendo su máxima, parece que él no estuviera, que una vez elegido (comprendido) el personaje el resto fuese pan comido. Como buen actor de Niro sabe que eso es mentira. Como buen actor de Niro también sabe que el único pecado imperdonable es la presunción.
Mucho ha llovido desde que con diez años este chaval de Greenwich Village, al que apodaban Bobby Milk, se subiese a las tablas de un escenario escolar para dar vida al león cobarde en una representación de “El Mago de Oz”. Recordaría esa obra algún tiempo más tarde, cuando, decidido a evitar las peligrosas calles neoyorquinas, convenció a sus padres para dejar el colegio y apuntarse a la escuela de actores de Stella Adler y Lee Strasberg. Allí aprendió el método, como Brando, como lo había intentado Marylin, y lo abrazó como quien encuentra una vocación. Sin embargo, a de Niro no le sonrió la fortuna y, tras acabar su formación, se dedicó a dar tumbos en pequeñas producciones teatrales y en papeles cinematográficos sin importancia.
Y en uno de sus peores momentos profesionales fue el cine quien le encontró a él de forma inesperada, casi intrascendente, cuando en una fiesta le presentaron a alguien vagamente familiar a quien supuestamente debía conocer de sus correrías juveniles por Little Italy. Martin Scorsese sin embargo sí recordaba a de Niro. Aquella misma noche le habló de una película que tenía intención de rodar, Malas calles. Tras ver su actuación fue Coppola quien llamó a su puerta para que interpretara al mismo personaje al que Brando había dado vida en El padrino. La carrera de Robert de Niro despegó hacía un lugar que ni el mismo podía sospechar. La década de los setenta se hizo suya con títulos como Taxi Driver (1976), Novecento (1976), New York, New York (1977) o El cazador (1978) y empezó a conquistar los ochenta de nuevo de la mano de Scorsese quien le sometió a un duro castigo para interpretar al boxeador amargado Jake La Motta en Toro Salvaje.
Los ochenta le vieron llegar al cine comercial, a las grandes superproducciones que le hicieron conquistar el lugar todopoderoso que hoy ocupa en la industria. Sus papeles en La Misión (1986), El corazón del Ángel (1987) o Los Intocables (1987) apenas dejaron huecos para aventuras más experimentales y personales como Brazil (1985) junto al realizador británico Terry Gilliam o Érase una vez en América (1984), la última muestra del talento de Sergio Leone. Después llegaron los auténticos fuegos artificiales: el enfermo de Despertares (1990), el psicópata de El cabo del miedo (1990), los gangsters en Uno de los nuestros (1990) y Casino (1995) o la esperada colaboración junto a Al Pacino en Heat (1995).
La última parte de su carrera de Niro la ha dedicado a su empresa productora Tribeca (que además gestiona su propio festival cinematográfico y al placer de la comedia rentable con papeles en películas como Una terapia peligrosa (1999) y su secuela, Nadie es perfecto (1999), Los padres de ella (2000) (de la que también se espera secuela en la que tomara parte Dustin Hoffman) o Showtime (2002). “Hacer comedias es genial. Cuando haces un drama, te pasas el día golpeando a un tipo con un martillo hasta que muere, o viceversa. Sin embargo, cuando trabajas en una comedia le gritas a Billy Cristal durante una hora y después te vas a casa”. En su último trabajo sin embargo interpreta a un científico que juega a ser Dios. Il capo ha vuelto.
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