Yasujiro Ozu: mirar desde abajo
Para celebrar el centenario del nacimiento del realizador japonés, se reestrenan en España Buenos días y Cuentos de Tokio
Juan Antonio Bermúdez
Cabalgata y espejo, el cine nace del chasquido del látigo y del rugido del tigre, es el genio de la lámpara mágica y la sombra chinesca de nuestro propio espanto ante el tren arrollador del tiempo. Puede expandirse en un acrobático artificio o plegarse en ese gesto necesario y mínimo de sentarse en el suelo a mirar el mundo. Ahí, Ozu.
Ahí, uno de esos grandes creadores cinematográficos a los que hay que ir a buscar a los sótanos de las filmotecas, donde la censura del mercado confina todo aquello que se le indigesta a su estómago, hecho a la comida rápida. A menos que la casualidad de las fechas ponga de moda uno de esos nombres, como ocurre ahora con Yasujiro Ozu (1903-1963) por el centenario de su nacimiento. Y aún así.
El maestro japonés está considerado, junto con Kenji Mizoguchi, la principal figura de una generación que guió una primera edad de oro en el cine de su país, en la década de los 20 y los 30, consiguiendo, aunque de forma tardía, bastante repercusión internacional. Su obra arranca en el mudo, en 1927, con Zange no yaiba (La espada del arrepentimiento) y conserva hasta el final cierta cadencia de ese origen silente. El tradicionalismo de Ozu le llevó siempre a aceptar de mala gana las innovaciones tecnológicas de su medio de expresión.
Su ópera prima puede considerarse una cinta de temática épica, pero sería una excepción, ya que a lo largo de toda su carrera prefirió los argumentos contemporáneos y cotidianos, así como un modo de representación alejado de la espectacularidad.
Sus señas estéticas principales son la austeridad de decorados y espacios, el peso en el retrato de personajes y el uso habitual de planos contrapicados, en una recreación de la mirada de una persona sentada en el suelo, característica que ha llevado a muchos a identificar este rasgo de Ozu con la actitud contemplativa del budismo Zen.
Estas claves están ya en sus películas de los años 30, donde su encuentro con el guionista Kogo Noda fue fundamental para la historia del cine japonés. Pero su estilo se afinaría decisivamente tras el parón al que le obligó la II Guerra Mundial, donde fue reclutado para trabajar para los servicios de propaganda e internado en un campo de prisioneros. A finales de los 40 y sobre todo en la década de los 50 llegarían las que se consideran sus obras maestras: Memorias de un inquilino (1948), Las hermanas Munakata (1950), Cuentos de Tokio (1953) o Flores del equinoccio (1958). Los conflictos causados por el control occidental tras la guerra inspiran esta etapa de Ozu, donde la temática recurrente será el choque entre la tradición y la modernidad en los ámbitos más cotidianos de la vida de su país.
Buen ejemplo de esto son las dos películas que ahora se recuperan en la cartelera española con motivo de su centenario: el drama generacional Cuentos de Tokio (1952) y la comedia agridulce Buenos días (1959), una versión de otro filme que el director rodó en 1932 y que recrea también las pequeñas peripecias familiares de una familia que habita en el Tokio suburbano y contemporáneo.
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