Liv Ullmann: la fría dulzura
La actriz y directora noruega recibe el Premio Donostia en la 55 edición del Festival de San Sebastián
Juan Antonio Bermúdez
Es difícil oír o leer el
nombre de Liv Ullmann (Tokio, 1938) y no ligarlo de forma inmediata
al de Ingmar Bergman. Más de una decena de películas, una hija (la
escritora Linn Ullmann) y una pasión dilatada y turbulenta en la que
lo sentimental y lo profesional se confundían con frecuencia son algunas
de las razones de peso para esta fácil asociación mental entre el
director fallecido hace unos meses y una de las más brillantes actrices
europeas vivas.
Liv Ullmann nació en Japón,
donde su padre trabajó durante una temporada, pero creció en Noruega
y ya era bastante conocida en ese país en la década de los 60, sobre
todo como intérprete de teatro clásico. Más allá de sus colaboraciones
con Bergman, su carrera cinematográfica le ha proporcionado también
algunos notables reconocimientos internacionales, como su primera nominación
al Oscar por Los emigrantes (Jan Troell, 1971) o el premio a
la Mejor Interpretación Femenina que el Festival de San Sebastián
le concedió en 1988 por su papel en La amiga (Jeanine Meerapfel).
Sin embargo, parece que Ingmar
Bergman supo, mejor que nadie, aprovechar dramáticamente la enigmática
dulzura fría de Liv Ullmann. El encuentro entre ambos, dicen, fue azaroso.
Bergman se quedó pasmado por el parecido de Ullmann con Bibi Andersson
(otra de sus actrices habituales) e ideó una película en la que las
dos compartiesen planos muy cerrados, fascinado por el magnetismo de
ambos rostros.
Así surgió Persona
(1966), primera colaboración de Ullmann con Bergman y uno de los títulos
fundamentales en la obra del director de Upsala. La magistral interpretación
casi muda de Liv Ullmann en esa película, en el papel de una actriz
que decide dejar de comunicarse con su entorno, la consagró como intérprete
cinematográfica.
Bergman siempre mantuvo una
gran fidelidad hacia sus equipos técnicos y artísticos. Trabajó,
a lo largo de los años y las películas, con el fotógrafo Sven Nyquist,
con los montadores Oscar Rosander o Ulla Ryghe, o con actores como Harriet
Anderson, Gunnar Björnstrand, Max von Sydow, Erland Josephson o Bibi
Andersson, con los que mantenía además estrechas relaciones personales.
Con Persona, Liv Ullmann entró en ese angosto círculo de Bergman
para quedarse.
La actriz noruega rodó otros
ocho largometrajes bajo su dirección: La hora del lobo (1967),
La vergüenza (1968), Pasión (1969), Gritos y susurros
(1972), Secretos de un matrimonio (1973), Cara a cara… al
desnudo (1975), El huevo de la serpiente (1977) y Sonata
de otoño (1978). Y una última película para televisión, estrenada
luego en cine y convertida en el testamento fílmico de Bergman,
Saraband (2003). Este título retoma en cierto modo la historia
abierta tres décadas antes en Secretos de un matrimonio, filme
que convirtió a Ullmann en un icono feminista por su personaje, Marianne,
una mujer capaz de superar una crisis matrimonial que desemboca en divorcio
y rehacer su vida.
La complicidad con el maestro
sueco quizá convertía a Ullmann en la persona más capacitada para
hacerse cargo ella misma de la dirección de Confesiones privadas
(1997) e Infiel (2000), a partir de dos textos escritos por Ingmar
Bergman en los que se transparenta su biografía hasta la raíz desnuda
del dolor con una necesaria mirada cercana y a la vez ajena.
Otros dos filmes completan
por ahora la carrera como directora de Liv Ullmann: Sofie (1992)
y Kristin Lavransdatter (1995), dos historias de mujeres que
tienen que rebelarse contra un entorno familiar opresivo y que condiciona
sus relaciones amorosas. Sus apariciones como actriz han sido muy esporádicas
en las dos últimas décadas, una muy mala noticia para el cine europeo
contemporáneo.
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