Por
Javier Pulido Samper
Cuando se habla de personajes desapegados al borde
de la locura, inmediatamente viene a la memoria la galería de
caracteres que han ido desfilando por la extensa filmografía de
Bergman. El maestro sueco se especializó en retratar personajes
con una vida burguesa perfectamente convencional de puertas para
fuera, pero que sin embargo eran presa de una escisión interna,
un infierno personal o una absoluta incapacidad para adecuar sus
reglas de conducta desquiciadas a la normalidad bienpensante.
La Erika Kohut de La pianista podría englosar sin problemas
esta lista de personalidades con un pie al borde del abismo.
La
película es un retrato de mujer con infierno al fondo que, de
forma cortante, lacerante y con una intensidad malsana, nos introduce
en la vida de una profesora de piano con madre represora que se
refugia en la búsqueda de la perfección a través del arte y que
mantiene ante las relaciones humanas la misma frialdad que al
corregir a sus alumnos las interpretaciones demasiado emotivas
de Schubert.
Obra estructurada en dos bloques claramente diferenciados,
durante gran parte del metraje se nos muestra con todo género
de detalles la vida de Erika, que se desenvuelve admirablemente
por el entorno medio burgués de una acartonada Viena y cuya absoluta
incapacidad de sentir y provocar sentimientos la lleva a entregarse
a un particular modo de vivir el sexo que incluye todo tipo de
autoflagelaciones y parafilias sexuales. Un modus operandi que
excluye deliberadamente todo roce con un cuerpo ajeno.
La llegada de Walter Klemmer, un alumno aventajado
que intenta seducirla provocará un cisma en el perfil de Erika,
provocada por la forma convencional de sentir de Klemmer (querer
y ser querido) y su forma de entender las relaciones, de tintes
claramente sadomasoquistas. Una relación imposible y enfermiza
que arrastrará a ambos y que hará multiplicarse en las carnes
de Erika (literalmente) su sentimiento de desarraigo, en una sucesión
de secuencias que rozan lo patético y que van enrareciendo progresivamente
la atmósfera del film.
Lamentablemente, que Haneke se centre de manera
casi exclusiva en la recreación de las patologías sexuales de
Erika lastra en cierta medida muchas de las potenciales posibilidades
de La pianista. El catálogo de desvaríos de la profesora,
por más que la Huppert roce la perfección a las que nos tiene
acostumbrados habitualmente, se torna redundante, y esa incapacidad
de trascender al personaje para ofrecer una visión de conjunto
más amplia del conjunto de la sociedad, en este caso vienesa,
acaba repercutiendo en la construcción dramática de La pianista.
Lo sugerido tangencialmente por Haneke: la idea
de que bajo las formas más puras de arte se encuentran precisamente
los monstruos más abyectos, no se lleva sus últimos extremos,
focalizando casi de manera exclusiva en Erika algunos de los males
de una sociedad enferma. Hay además, y aquí se encuentra la mayor
diferencia con el personaje tipo de Bergman, cierta recreación
ostentosa en los métodos empleados para recalcar el horror al
espectador, olvidando que en ocasiones aterra más lo meramente
sugerido que la herida en carne viva.
Como resultado, la película se pierde en ocasiones
en su vocación provocadora, y pese a que algunas escenas no pueden
resultar más desgarradoras y terribles, la pretendida desmesura
corre el riesgo de convertirse en cliché efectista. Película cuya
crudeza se extiende hasta los títulos de crédito, la última película
del director alemán Michael Haneke continuará la polémica instaurada
por anteriores títulos como Funny Games o Código
desconocido, y revolverá los estómagos y conciencias más
sensibles, en una exploración claustrofóbica de los rincones más
oscuros del Yo que no se veía desde El teniente corrupto de
Ferrara.
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