Por
Juan Antonio Bermúdez
Desde que pronunciase sus primeras
palabras cinematográficas, desde aquel extraño sortilegio oriental
de 1967 que se llamó What's Up, Tiger Lily?, Woody Allen
nos tiene hechizados, acudimos a cada uno de sus estrenos con
la fe ciega del desamparado que busca un poco de paz para esta
época neurótica y la encuentra en la lúcida complicidad del
genio neoyorquino. No faltamos boquiabiertos a las funciones
de este infalible ilusionista sin que nos importe lo más mínimo
sabernos ya de memoria casi todos sus trucos.
Atraviesa
Woody Allen una fase de su carrera en la que se intuye que hace
películas con la intención fundamental de divertirse, de homenajear
y homenajearse, marginando un tanto sus eternas obsesiones metafísicas.
Los que adoramos y añoramos también ese otro lado suyo más cenizo
podemos reprochárselo, pero no dejar de reconocer que Allen
lega a la posteridad una obra maestra en cada película que firma,
como es el caso de este desternillante cuento de hipnosis y
detectives que es La maldición del escorpión de jade.
Este canto de amor al cine de los
años 40 (y en general a toda esa época borrascosa y clandestina
que ha forjado buena parte de la antiheroica mitología de Allen)
continúa la estela revisionista de los clásicos de sus dos películas
anteriores, pero se perfila aún más en el cruce entre la comedia
y el cine negro, como nostálgico homenaje personal a esa serie
B de intrigas locas que tantas joyas en miniatura dejó en la
era dorada de Hollywood.
Sostenida en unos diálogos excepcionales,
La maldición del escorpión de jade recoge además otro
eco claro, el del combate cómico entre géneros, tal vez hoy
en día superado, apolillado en sus tópicos, pero sintomático
al fin y al cabo de un incipiente feminismo que en los 40 permitió
concebir otro tipo de antagonista femenina, más allá de la femme
fatale o de la víctima enamoradiza: una mujer inteligente
e independiente capaz de darle la réplica al galán de turno.
El chispeante ejercicio de competencia mental entre mujer y
hombre tiene referentes casi insuperables de la estatura de
Catherine Hepburn y Cary Grant (La fiera de mi niña, Luna
nueva).
Pero Allen le da una vuelta de
tuerca a los personajes (al delirante investigador privado CW
Briggs que interpreta él mismo, a la eficiente y calculadora
Betty Ann Fitzgerald encarnada por una gloriosa Helen Hunt e
incluso a la despampanante vampiresa que borda Charlize Theron),
los rebaja, los hace más vulnerables y tiernos de lo que aparentan
y los hace salir así airosos de comparaciones comprometedoras.
Allen el mago sigue encantándonos.
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