Por
Juan Antonio Bermúdez
Nanni Moretti contaba autobiográficamente en Aprile
su experiencia de la paternidad. Sus brincos por la Isla Tiberina
tras salir del hospital en el que su compañera acababa de parir
suponen una de las imágenes más exactas con las que el cine reciente
ha conseguido representar la inmortalidad (el precario, ilusorio,
necesario sueño de inmortalidad del ser humano).
Tres
años después de aquella bella película sobre la vida, Moretti
se aparta de su biografía inmediata para hablar sobre el agujero
negro, incomprensible, que nos abre siempre la muerte de los otros
y que adopta su forma más perversa en la muerte del hijo.
Marca por tanto este filme un aparte significativo
en la obra del director italiano. Por primera vez en muchos años
y muchas películas, prescinde de las referencias a la actualidad,
de los homenajes mitómanos, del humor o de los explícitos juicios
políticos, sus principales señas argumentales. Por primera vez
reduce al mínimo el vehemente egocentrismo que le ha valido más
de una vez la comparación (bastante ramplona, son dos talentos
independientes) con Woody Allen. Y lo hace para concentrarse en
una ficción íntima, ajena pero aun así narrada con el exquisito
pudor del que se confiesa.
Se asoma el acostumbrado personaje irónico y maniático
de Moretti apenas en algunas escenas de la primera parte de La
habitación del hijo, esa entrada en la que se presenta a una
familia liberal y cariñosa en una inquietante horma de felicidad.
Pero eso es sólo el anuncio que va a servir para situar el drama
que sobreviene en la más larga, intensa y mejor construida segunda
parte.
Crece allí la película con una punzante coherencia
sentimental, con una verosimilitud que está más allá de las reglas
fílmicas. Crece el Moretti actor con un inédito y sorprendente
registro dramático. Crecen, en general, todos los intérpretes
(fabuloso descubrimiento de la joven Jasmine Trinca en el papel
más creíble) en una honesta y muy conseguida apelación a las reacciones
del ser humano en ese suceso inhumano, antihumano, de la muerte
prematura.
Esos largos momentos que envuelven el duelo probablemente
son los mejores de La habitación del hijo, pero la película
prolonga su emoción más allá de la excepcional valentía con la
que se detalla el trance del tanatorio. Acompaña a cada personaje
en su desamparo, explora sin morbo su dolor solitario y termina
aprendiendo a sobrevivir con ellos. Porque finalmente, como insiste
Moretti en las entrevistas, La habitación del hijo resulta
una película sobre los recursos de los que el ser humano tira
para sobreponerse a la muerte, una película sobre la vida.
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