Por
Javier Pulido Samper
Una de las respuestas clásicas del actor de Hollywood
al recibir el Oscar es que no le concede la menor importancia,
que lo guarda en el rincón más recóndito de su cuarto trastero.
Esta frase es chocante si proviene de la terna de actores flojitos
que parecen construir toda su carrera en base a la caza de ese
papel estudiado a la perfección para obtener la estatuilla.
Hablo, como no, de Hanks, Crowe o Ford.
Minusvalías,
enfermedades, cualquier excusa es buena para conseguir un premio
del Jurado, aunque nadie recuerde esa producción dentro de unos
años. Por ello resulta molesto ver a intérpretes de la envergadura
de Sean Penn plegarse a este tipo de pápeles. Penn ha conseguido
encauzar una magnífica carrera como director y realizador, lejos
de toda concesión a la comercialidad, una línea de la que se
desmarca en esta ocasión.
Ver ahogado a esta fuerza de la naturaleza en
un mar de clichés duele, sobre todo porque así será recordado
para el gran público, que suele compartir la creencia de que
una buena interpretación es directamente proporcional a las
taras físicas o psíquicas del personaje interpretado. Para quien
esto escribe, un solo minuto del tour de force que Penn ofreció
en Acordes y desacuerdos, en la piel de un alocado genio
del jazz, valdría para olvidar de un plumazo el 99% del metraje
de Yo soy Sam.
Y lo más increíble es que su recreación del retrasado
mental que persigue la custodia de su hija es lo mejor de una
obra que podría imaginarse a caballo entre Rain Man y
Kramer contra Kramer. Penn lucha (y no siempre consigue)
por no caer en un cúmulo de tics al más puro estilo Hoffman.
El resto del film de Jessi Nelson es un insufrible melodrama
tramposo y cargante que bascula entre lo lacrimógeno y lo predecible,
una imposible mezcla entre el culebrón más rancio y el slapstick
más inofensivo que acaba adoptando las formas del drama
de tribunales.
Y si bien hay momentos aislados en Yo soy
Sam que pretenden actualizar los motivos y la técnica de
la citada Kramer contra Kramer (esos movimientos de cámara)
no se trata más que de un espejismo. El guión, manipulador hasta
la médula, a cargo de la misma Jessi Nelson (Corinna, Corinna)
y Kristine Jonson, en ningún momento pretende bucear más allá
de estereotipos fijados y revisa de la A a la Z del abecedario
de tópicos de lo que se supone que debe ser el taquillazo de
la semana. Así, la película carece de progresión dramática consistente
y se convierte en un reguero de trampas que buscan descaradamente
la empatía con el personaje protagonista. ¿Muestras? El departamento
de Servicios de infancia y familia se llevan a la hija de Sam
el día de su cumpleaños, su madre le abandona cruelmente...
El azúcar no se acaba ahí. La obsesión de Hollywood
por mostrar el lado más amable de las relaciones a raíz de los
atentados del 11 de septiembre provoca una galería de personajes
tan enervantes como superficiales. Y no, Michelle Pfeiffer no
sale especialmente bien parada, en la enésima recreación de
la abogada-sin-sentimientos-que-aprende-a-querer.
Y si la vista se resiente, el oído no lo hace
menos, puesto que con más frecuencia de la recomendable se producen
asaltos sonoros por parte de conjuntos mediocres que hacen versiones
de saldillo de The Beatles. Bien pensado, es la mejor metáfora
que puedo imaginar para Yo soy Sam, ¿para qué esforzarse
en crear algo nuevo pudiendo saquear ideas ajenas? Al final,
parece, lo único que importa es la taquilla.
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