Por Manuel
Ortega
Desde la defunción de la Hammer,
el cine de terror se ha convertido en un anquilosado laboratorio
donde la alquimia y la mixtura con otros géneros nos ha deparado
insípidos cocteles de los que no queda nada en el paladar. Para
colmo de males, cuando algún visionario (Carpenter, por ejemplo)
acierta con una fórmula, sus epígonos se encargaran de masterizarlo
todo, para que no haya peligro. Ahora el cine de miedo no da miedo,
a veces asco, pero miedo nunca. El proyecto de la Bruja de
Blair, a pesar de su discutible parafernalia y de su deficiente
acabado, lo provocaba algunas veces, pero los demás intentos achacosos
de este viejo género, al que no le sientan bien estos nuevos y
heterogéneos ropajes, fracasan uno tras otro.
Creo
que una de las razones para que esto ocurra es la pérdida de una
estrategia acertada. Ahora todo se apuesta a un esquema que se
sigue sin rechistar hasta llegar a una sorpresa final, que por
lo tanto, ya no lo es. Tuno negro cae en esta previsible
trampa formulada por sus mismos autores. Para mi el terror reside
o bien en lo inesperado, o bien en lo inexplicable (por supuesto
si cuenta con los dos ingredientes, miel sobre hojuelas).
En Tuno negro todo se ve
venir con un par de minutos de antelación; sabemos que escenas
va a acabar en muerte/s, sabemos que las pistas son falsas, sabemos
que los sospechosos no son culpables, y sabemos que al final habrá
una gran traca (nunca mejor dicho) donde todo quedará sepultado
por el todo vale. Es decir que lo sabemos casi todo. Además la
clara lectura política que se podía vislumbrar entre líneas
queda difuminada por la ambiguedad de las últimas palabras del
asesino, donde, además de garantizarnos una segunda parte, se
pone a favor de lo que creíamos que se criticaba.
Un/os compenente/s de una institución
tan execrable, reaccionaria y lamentable como la tuna acaban con
los peores estudiantes de la universidad. Parecía clara la referencia
a la política "popular" en lo referente a la educación "gratuita"
y a ese exterminio mediante la reducción de becas, encarecimiento
de los créditos y eliminación de la, al menos justa, selectividad
de los peores estudiantes, o aún mejor, de los inadaptados
a una universidad convertida en el antónimo de su propia esencia.
Además se parece demasiado a Scream
(la calcada escena inicial Barrymorre-Verdú), a Leyenda
Urbana (mitos universitarios, rituales históricos) y a La
hora de la araña (todos los personajes podían ser hackers
por sus conocimientos de informática). Como Barbero y Martín
sabían que por el ladio de su americanazada concepción iban a
llegar las críticas, se cuidan mucho de españolizar la historia:
referencias concretas a El día de la Bestia, La niña
de tus ojos y Torrente (calidad, prestigio intelectual
y cuantitividad, respectivamente), el protagonismo total de un
elemento significativo y genuino como la tuna o una sexualidad
inherente a casi todas las escenas, con desnudos de la carnalidad
de los de Carla Hidalgo o Silke. Tambien está Fele Martínez, para
ellas.
Aunque su secreto nunca lo comprenderé.
Volviendo al primer parrafo, decir que el todo vale final no es
ni inesperado ni inexplicabe, en todo caso inexplicado, que es
todo lo contrario, por cierto. A mi lo que me da terror es que
un policía le descerraje dos disparos en la cabeza a un manifestante.
Me da terror porque es un hecho inesperado e inexplicable. Por
esto quiero dedicar esta crítica, y mi labor, a Carlo Giuliani
y a todos sus compañeros de trinchera. En su memoria y para la
de todos nosotros.
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