Por
David Montero
No
es justo juzgar a una película a partir de la obra literaria que
la inspira; sin embargo, para comprender los entresijos de un
filme, hay que decidir qué se ha perdido y qué se ha ganado en
el camino que va desde el texto escrito hasta la penumbra de una
sala de cine. Y en El planeta del tesoro, versión Disney
de "La isla del tesoro", hay sobre todo muchos cambios a tener
en cuenta: la Hispaniola se ha transformado en una goleta
ultramoderna, de nombre impronunciable, que surca el espacio gracias
a sus velas solares; la temible pata de palo de Long John
Silver ha dejado paso a la extensión biónica de un cyborg
y el olor a brea bucanera que atraviesa el texto de Stevenson
se diluye en un cierto tufo a carburante para maquinaria robótica.
También Jim Hawkins también ha ingresado en el nuevo milenio,
pasando de ser un joven aventurero y soñador a un hosco adolescente
que practica de forma irresponsable skate-surf solar y
mastica su propio silencio.
De ese mutismo, tan reconocible hoy día, le saca
un increíble hallazgo: un mapa tridimensional que indica la localización
exacta del mítico planeta del tesoro. Según la leyenda, el corsario
interestelar Flint guarda en este planeta el tesoro de los mil
mundos, el más grande jamás conocido. Ayudado por un extravagante
astrónomo llamado Dr. Doppler, cliente habitual de la posada de
su madre, Jim se enrola como grumete en un velero espacial con
rumbo al desconocido planeta. Allí conoce a John Silver, el cocinero
de la expedición, que es en realidad un pirata sin escrúpulos
ansioso por encontrar la vasta fortuna de Flint. Seguido por sus
secuaces, Silver se apodera del barco y se dispone a encontrar
el tesoro cueste lo que cueste.
Lo cierto es que El planeta del tesoro sólo
puede entenderse como la vulgarización de la novela de Stevenson,
su adaptación más facilona, plagada de elecciones perezosas y
desganadas. Los ejecutivos de Disney se han empeñado en reducir
todos los problemas que plantea un texto tan complejo a una sola
cuestión: ¿cómo hacer llegar esta apasionante historia de piratas
del siglo XVIII a una audiencia del siglo XXI? Y la solución elegida
ha sido la más burda: cambiar sin disimulo lo viejo por lo nuevo,
una salida que deja en el espectador que conoce el texto literario
una sensación de despliegue inútil, un aturdimiento de ruidos
galácticos que se empeñan en ocultar los magníficos destellos
que sobreviven de la novela.
Sin
embargo, los más pequeños y todos aquellos que no hayan leído
previamente "La isla del tesoro" no advertirán la oportunidad
perdida y encontrarán en la última apuesta de Disney una
cinta de aventuras sencillamente correcta, con una única canción
central, en la línea trazada por películas como Atlantis.
El humor, caballo de batalla de casi todas las producciones infantiles
de los últimos años, se reduce aquí a los secundarios ya clásicos:
el pequeño y burlón Morpho, el charlatán B.E.N (un androide a
medio camino entre el salvaje Ben Gunn de la novela y el C3PO
de La Guerra de las Galaxias), el propio Dr. Doppler o
un curioso marinero que se comunica a base de pedos.
Poco botín para un abordaje que, de haber sido
más audaz, quizás hubiese reportado a la Disney el ansiado tesoro
de regresar a lo más alto de las taquillas. Habrá que esperar
mejores tiempos para la bandera bucanera.
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