Por
David Montero
Es fácil dejarse deslumbrar por el brillante
ejercicio de marketing que rodea a Spider-man. Para
promocionar la película, la división de cine de
la multinacional Sony ha puesto en marcha un despliegue mediático
de primer orden, una máquina promocional que vomita banners
en Internet, carteles publicitarios en vallas y autobuses e imágenes
repetidas hasta la saciedad. Todo ha formado parte de un plan
ideado con detenimiento, que debía ejecutarse de forma
impecable. En la ecuación del éxito que manejaba
Sony sólo faltaba un incógnita por despejar, la
más importante: el público, obstinado siempre en
reventar hasta la estrategia mejor planteada. Pero también
esa duda se resolvió rápidamente. En tan sólo
tres días más de 20 millones de norteamericanos
habían visto la película; además, las encuestas
llevadas a cabo por el estudio a la salida de los cines indicaban
que el 95% pensaba recomendarla a sus amigos y que un 70% volvería
a pagar el precio de la entrada para disfrutar de Spidey por partida
doble. Desde ese momento, la planta de los ejecutivos está
de fiesta y todos disfrutan ya de despachos más grandes.
Sin
embargo, y aunque a veces no lo parezca, el juego del cine también
se juega dentro de las salas, y no sólo antes o después
de cada sesión. Frente a la pantalla, a oscuras, un sencillo
hecho se impone: Spider-man se disfruta de principio a
fin, aunque el verdadero reto está en explicar cómo
ha sido posible. La película carece de un guión
definido, los personajes (como cabía esperar) son planos
y unívocos, los efectos especiales no ofrecen novedad alguna...
y, sin embargo, la fuerza visual del filme, su velocidad en la
acción, las acertadas tomas aéreas y su sabor a
historia tradicional de héroes y villanos, con chica incluida,
traen a la memoria las grandes sagas épicas de los años
ochenta, recuperadas con un tono muy distinto por El señor
de los anillos.
Spider-man es un filme en el que pesan mucho
más los aspectos positivos que los negativos, aunque, por
exigencias del género, es necesario concentrarse en estos
últimos. El más importante de los defectos de fabricación
radica en el guión. Ante las múltiples posibilidades
que barajaron Sam Raimi (director) y David Koepp (guionista),
se ha optado finalmente por contar la génesis del superhéroe,
su transformación en el Hombre Araña, un tema que
Raimi quería tratar en profundidad, pero que consumiría
excesivo metraje a la hora de desarrollar una segunda trama. Desde
Sony se advirtió que no se trataba del primer capítulo
de una trilogía a continuar y que el filme debía
tener un principio y un final. Definitivamente, todos han optado
por una solución intermedia, que añade al nacimiento
de Spidey un enfrentamiento postizo y breve con uno de sus antagonistas
tradicionales, el Duende Verde; una solución efectiva comercialmente,
pero bastante insípida para el espectador.
Por otro lado, en contra de lo que muchos hayan
podido pensar, la utilización de los efectos especiales
es uno de los aspectos más positivos del filme. En Spider-man
el ordenador y las explosiones se integran en el desarrollo de
la historia, logrando crear un héroe creible, sin someter
para ello a la audiencia a una temible sucesión de "chromas"
y efectos digitales que hubieses acabado por aturdir.
Los
fans del cómic, sin embargo, echarán de menos la
agilidad mental del viejo Spidey, que ha sido aquí transformado
en un adolescente enamoradizo y empollón, obligado a madurar
tras obtener sus superpoderes. La interpretación de Tobey
Maguire es sencillamente correcta, al igual que la de sus compañeros
de reparto Kirsten Dunst y Willem Defoe. Si la evolución
de los personajes es la correcta, el Hombre Araña que todos
conocemos, algo más curtido y experto, debería llegar
en la segunda parte. Tan sólo hay que esperar hasta el
7 de mayo de 2004, fecha arrojada por las incontestables calculadoras
del marketing. Esperemos que, para esas fechas Spider-man
vuelva a ganar la batalla también dentro de las salas de
cine.
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