Por Alejandro
del Pino
En sus últimas producciones
Bigas Luna ha limado con conciencia y oficio el estilo desbordado
y extravagante que caracterizaba sus primeras obras, sin abandonar
su particular obsesión por las pasiones extremas y la
imaginería kitsch impregnada de sudor, gastronomía
y erotismo que ha hecho tan reconocible su cine. Esta evolución
formal demuestra que el director de La teta y la luna
se ha embarcado en un proceso de madurez creativa que le ha
permitido ampliar el abanico argumental de sus obras y afrontar
textos de autores en principio muy lejanos a sus planteamientos
estéticos. Pero lo que ha ganado en sutileza y oficio,
lo ha perdido en originalidad e inmediatez.
La
violencia visual primaria y la retorcida sexualidad de Jamón
Jamón o la ya lejana Bilbao, tenían
una denominación de origen tan marcada que inevitablemente
provocaban reacciones muy dispares, y que a muchos espectadores
(entre los que me incluyo) podía exasperar, asquear e
incluso indignar. Por el contrario, cintas como La camarera
del Titanic o Volaverunt, son mucho más correctas
y comedidas, aptas para ser degustadas sin sobresaltos por todo
tipo de paladares cinematográficos. Se dejan ver y entretienen,
pero al final producen una sensación tan insípida
que uno las olvida completamente cuando abandona la sala.
En esta segunda línea
se encuentra Son de mar, el décimotercer largometraje
de Bigas Luna que está basado en una novela homónima
de Manuel Vicent y ha contado con la participación del
guionista Rafael Azcona. A partir del texto de Vicent, la película
tiene constantes evocaciones al mundo clásico, desde
al nombre de uno de sus protagonistas a citas textuales de varios
fragmentos de La Eneida. A su vez hay numerosas referencias
a mitos griegos pero adaptándolo a los tiempos actuales
e integrándolos en una localidad del mediterráneo
levantino al final de la década de los 90. Un mediterráneo
admirado pero no idealizado, en el que las extensas plantaciones
de vid y naranjos conviven con los excesos inmobiliarios y las
excentricidades de los nuevos ricos capaces de tener un cocodrilo
en el jardín de su casa.
Son
de mar se adentra en las entrañas de una tormentosa
relación pasional entre Ulises (Jordi Mollá),
un joven y apuesto profesor de literatura enamorado de los autores
clásicos, y Martina (Leonor Watling) una chica de pueblo
simple y visceral a la que le excita escuchar fragmentos de
La Eneida cuando mantiene relaciones sexuales. Entre
ellos se interpone Alberto Sierra (Eduard Fernández),
un constructor con tanto dinero como mal gusto
que se casa con Martina cuando
Ulises emprende su particular viaje a Itaca. La pasión
desbordada y fatal que vive el trío protagonista les
conduce a un trágico final que el director sabe esquivar
con un guiño humorístico inesperado.
La bella fotografía, las
referencias de prestigio y la corrección argumental no
son suficientes para mantener el interés de este film
insípido que no logra trasmitir la pasión destructiva
que viven sus protagonistas. Se echan de menos los excesos del
Bigas Luna más original aunque hay algunos momentos donde
sigue siendo reconocible la delirante imaginación erótica
(sexo, pasión y gastronomía) del autor de Lola.
En este sentido, destaca la escena en la que la joven Martina
tiende en la azotea unas bragas chorreantes ante la mirada atónita
y húmeda de Jordi Mollá que está a punto
de comerse un plato de paella.
Uno de los principales aciertos
del film es la elección del trío protagonista.
El hiperactivo Jordi Mollá cumple con buen oficio y sin
desmesuras gratuitas su papel mientras Eduard Fernández
consigue dar solidez y hondura a un personaje muy poco atractivo.
Por su parte, la televisiva Leonor Watling confirma las expectativas
creadas, gracias a una interpretación admirable y matizada
que brilla tanto en las escenas de intensa carga erótica
(ha nacido un nuevo mito) como en el resto.
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