Por
Francisco Javier Pulido
En la memoria reciente del cine
español hay un hueco ineludible para algunos de los extraordinarios
momentos conseguidos por Nadie hablará de nosotras cuando
hayamos muerto, el vigoroso debut a la dirección del hasta
ese momento guionista Agustín Díaz Yanes. La ternura que desprendía
el personaje interpretado por Victoria Abril, la forma explícita
y brutal de mostrar la violencia, y la soltura con la que se
desenvolvía Yanes al manejar las tramas paralelas que sostenían
el filme, supusieron un revulsivo a la estereotipadas maneras
del cine español, que de un tiempo a esta parte nos regala títulos
interesantes con cuentagotas.
Han
tenido que pasar 6 años, y dos proyectos descartados por falta
de presupuesto, para volver a tener noticias de Díaz Yanes.
Tiempo suficiente para asimilar y trascender el éxito de crítica
y público de su opera prima, pero también tiempo para haber
acumulado excesivas ideas para ser condensadas en una sóla película.
Así, es Sin noticias de Dios, en las antípodas de Nadie
hablara..., un experimento arriesgado en su planteamiento.
En la película se despliegan dos intrigas. La primera, a pie
de campo, narra los problemas de un boxeador fracasado que busca
el perdón de su madre como redención. La segunda de las intrigas,
más abstracta, representa la lucha entre el cielo y el infierno
por conseguir el alma de ese boxeador, tarea para la cual sus
representantes enviarán a dos de sus agentes (Victoria Abril
y Penélope Cruz).
Es también ambiciosa la elección
de Yanes a la hora de plasmar formalmente ese planteamiento.
El cielo, rodado en blanco y negro en París, bien podría haber
aparecido en una película de Truffaut, con una (desubicada)
Fanny Ardant a la cabeza, mientras que el infierno parece directamente
sacado de algún proyecto inacabado de David Fincher o Tarantino,
con el lenguaje y formas del thriller de los 90.
Por desgracia, este cambio constante
de registro, de escenario (que oscila entre los apuntes costumbristas
de la historia del púgil y los insertos de escenarios del más
allá) acaba haciendo un flaco favor a la película, provocando
en ocasiones lagunas de ritmo importantes y cierta dispersión
temática, que conduce a Sin noticias de Dios a tierra de nadie
durante buena parte del metraje, tras un inicio fulgurante e
impactante. Y es que el principal talón de Aquiles de la película
es, paradójicamente, su guión. El problema de la interrelación
entre bien y mal y la necesidad de su contrario para poder sobrevivir,
requiere dotar a los personajes que encarnan ambos conceptos
de una profundidad que no aparece.
Yanes se pierde en tantos frentes
como abre, en ocasiones de manera gratuita, como en los números
interpretados por Victoria Abril, que poco o nada aportan a
la historia, mientras que la evolución interna tanto de su personaje
como el de Penélope Cruz viene en ocasiones cogida con hilos.
Quizá consciente de ello, Sin noticias de Dios hace gala
en ocasiones de un delicioso humor de comedia negra, que incluye
un sorprendente y divertido giro en la relación entre los ángeles
que representan Cruz y Abril. Que ambas actrices son el gancho
comercial de la película es algo que nunca ha negado el director,
que preparó los personajes específicamente pensando en ellas,
llegando en ocasiones a subordinar demasiado la historia a lo
que se espera de ambas. Lo cierto es que mientras que Victoria
Abril es cada vez más presa de sus tics, a "Pe" es difícil creérsela
desde el primer minuto.
A pesar de ser un tanto irregular
y con altibajos narrativos, Sin noticias de Dios vuelve,
no obstante, a recobrar el pulso en sus tramos finales, con
un soberbio montaje en el que de nuevo Díaz Yanes, y en esto
se encuentra a años luz de la mayoría de los directores europeos,
rueda las escenas violentas de manera absolutamente cruda y
personalísima (memorable la aparición final de Echanove), con
una imaginería visual digna del mejor Scorsese. Cuando Sin
noticias de Dios entra en el terreno de lo concreto remonta
el vuelo y destila momentos brillantes, logrando que sus personajes
se desprendan del anquilosamiento artificioso que les provoca
la vaguedad de algunas líneas argumentales.
No hay que engañarse, pese a que
la película de Yanes sea una obra de transición, hay aquí razones
de peso para pensar que no nos encontramos ante el enésimo bluff
del cine español, sino ante un director que está muy cerca
de haber construido su estilo propio y que sabe introducir elementos
y enfoques absolutamente originales en películas que, por otra
parte, no pierden nunca el norte del gran público.
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