Por
José Antonio Díaz
La insistente campaña publicitaria que los productores
y/o distribuidores de esta comedia navideña han dirigido a la
prensa especializada desde el pasado verano, estación en la que
se rodó, habla muy a las claras de la confianza comercial que
se ha ganado entre la gente de aquéllos gremios Miguel Bardem,
hijo de Juan Antonio, el histórico director, y de Javier, el actor
de moda, desde la segunda mitad de los años 90, primero co-dirigiendo
con Menkes y Albacete dos cintas desesperadamente posmodernillas
(Más que amor, frenesí y Atómica), y luego en solitario
con La mujer más fea del mundo. Otra cosa es su valor cinematográfico.
Como antes hicieran sus ex -compañeros en Sobreviviré y
en I love you, baby, Bardem parece haber calmado sus ansias
gratuitamente transgresoras con Noche de reyes, pero, como aquéllos,
no consigue levantar el listón de sus deficientes resultados.
Para
empezar, la historia es tan absurda y de medio pelo que esperar
una buena comedia con tal punto de partida se antoja, sino imposible
(no sería la primera vez), sí milagroso: durante la noche de reyes,
la mujer de un empresario de aparatos de refrigeración descubre
durante la ceremonia de la firma de fusión entre la empresa de
su marido y una multinacional japonesa que va a sacar a aquélla
de su crisis, que aquél la engaña con su secretaria, con lo que,
despechada, arruina la ceremonia y, por tanto, la fusión, dando
pie a una serie de enredos cuya solución no tendrá lugar hasta
el amanecer.
Pero es que, además, no se sabe bien a qué juega
una cinta que, elucubrando elucubrando, se sospecha con intenciones
gamberras o, por lo menos, sarcásticamente denunciadoras de la
hipocresía de los modales con que la gente se desenvuelve en estas
fechas, pero a cada secuencia se desmiente a sí misma en un desarrollo
que da tumbos entre el costumbrismo más rancio y, finalmente,
el sentimentalismo más sonrojante y conservador.
Con todo, el desaguisado de la historia que intenta
desarrollar un guión increíblemente escrito por cuatro autores
no es lo peor de la función. Descontextualizados a partir una
ambientación simplemente inexistente, cada personaje hace la guerra
por su cuenta, de tal manera que a cada intervención de cualquiera
de ellos sucede una réplica que brilla por su increíble desconexión,
con lo que unos diálogos trasnochados, originados en situaciones
absurdas, ni siquiera consiguen crear una mínima complicidad entre
los personajes que los recitan, que redimiría siquiera parcialmente
la inanidad de una comedia increíblemente gruesa, en la que bastante
hacen los habitualmente secundarios Joaquín Climent y la eternamente
infravolarada Kiti Mánver con sus personajes, teniendo en cuenta
las grotescas caricaturas que les dan la réplica y las situaciones,
a cuál más estúpida, en que todos se ven inmersos.
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