Por
Francisco Javier Pulido
Tras el relativo éxito de público
conseguido en nuestras pantallas por Blow,
Ted Demme vuelve a la carga con esta producción rodada en 1998,
y en la que repite en el reparto Dennis Leary, al que une estrecha
relación con el director, y con el que ya había contado para
Esto (no) es un secuestro.
La
producción está ambientada en un barrio de Boston, habitado
en su mayoría por hijos de inmigrantes irlandeses, un microcosmos
opresivo regido por la figura del capo de turno, Jackie O ´Hara.
No hay otra ley en Charlestown que no sea la de mantener el
pico cerrado ante los crímenes del jefe mafioso, mientras que
la vida en el barrio transcurre entre drogas, y bares y vidas
vacías.
Este es el ambiente durante el
que hora y media de película vemos las deambulaciones (es un
decir) de Bobby O´Grady y sus colegas, un remedo irlandés de
la generación on-drugs retratada por Irvine Welsh en Trainspotting
o Acid House y que ven perder a sus seres queridos
por no tener el coraje de enfrentarse al gran Jackie.
Si la línea argumental del filme
no es precisamente un dechado de originalidad (El clan de
los irlandeses está cerca), lo que sucede durante la proyección
no contribuye a mejorar la impresión general sobre una película
que no pervive en la memoria mucho más tiempo del que se tarda
en abandonar la sala de cine.
Es Código de lealtad una
película echada a perder por un sorprendente y desacertado esqueleto
narrativo que acaba por desesperar. Tras una larga, larguísima
introducción, el cuerpo central del filme es una acumulación
de diálogos, situaciones y giros de guión de videoclub de barrio
al que, para colmo, se le ha impuesto un final apresurado sin
ritmo ni gracia. Predecible y descafeinada hasta la médula,
no hay en el filme de Demme nada que no se haya visto ya en
cientos de producciones anteriores.
Se presenta Código de lealtad
con la vitola de producción modesta, apenas 3, 5 millones
de dólares y rodada en su mayoría con actores noveles. Sin embargo,
el problema es que ni ellos, ni los actores de reclamo que aparecen
en el filme, desde la injustamente desaprovechada Jeanne Tripplehorn
hasta la impresionante Fanke Janssen, pueden sacar petróleo
de unos personajes muy poco desarrollados, carentes de progresión
dramática creíble. Tan sólo Martin Sheen logra bordar su papel,
con un par de apariciones en las que literalmente devora todo
cuanto sucede a su alrededor en pantalla. Es la diferencia entre
un actor de clase y una colección de estereotipos tarantinianos,
más preocupados de insertar el fuck en cada frase, que
en interpretar.
En filmes como Conspiración
de silencio, película a la que tangencialmente remite Código
de lealtad por la figura de la comunidad incapaz de respirar
más allá de la mirada del capo, había todo un misterio articulado
en torno a los personajes interpretados por Robert Ryan y Spencer
Tracy. No parece sin embargo Leary en esta ocasión suficiente
actor para soportar el peso de toda la película, pese a esos
primeros planos repetitivos que buscan en sus ojos una gravedad
imposible de encontrar, cáscara fría y tibia que podría convertirse
en una buena metáfora de la película. Cine impostado al que
se ven los costurones, válvula de escape para Demme, prescindible
para el resto de los mortales.
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