Por
Javier Pulido Samper
La mítica productora Universal consiguió en la
edad dorada del cine de terror una irrepetible iconografía de
monstruos sagrados, provenientes en su mayoría de la literatura
y folcklore europeos. Una pléyade de outsiders desubicados
que acababan indefectiblemente ajusticiados en aras de la moralidad
burguesa, y que en su mayoría encubrían metáforas de la coyuntura
política y social en los EE.UU. (la amenaza de los totalitarismos,
la paranoia comunista, etc).
El
cambio de situación política y social condenó a Karloff (en menor
medida), Lugosi y Chaney a películas de decidida vocación B y
a indigestos (o geniales, a elegir) cocktails de monstruos en
una misma producción con el desesperado intento de atraer a los
espectadores a la pantalla.
Pese a los meritorios esfuerzos de la británica
Hammer por recuperar la dignidad del género, no fue hasta la década
de los ochenta cuando se volvió a crear una nueva iconografía
del terror con personajes como Leatherface (La matanza de Texas),
Mike Myers (Halloween), Freddy Krueger o Jason Voorhees,
en el caso que nos ocupa. Casi todos ellos psicópatas con una
infancia atormentada y con debilidad por asesinar jóvenes en edad
de merecer. Filmes que no salen de un esquema prefijado (degüello
paulatino de los protagonistas hasta que sólo queda uno) y en
los que la única novedad reside en el método "definitivo" con
que va a ser devuelto al infierno el depravado de turno.
Esta incapacidad de trascender esquemas provocó
el rápido olvido del público y su relegación al mercado del vídeo
en muchas ocasiones, conformando un subgénero denostado y subterraneo
hasta que en los 90 las películas de terror adolescente nos devolvían
la figura del psicópata barnizada por la sensibilidad de, digamos,
Beverly Hills 90210. Es el caldo de cultivo perfecto para que
Myers (en la fallida Halloween H20) o el propio Jason desempolven
sus raídos trajes.
La idea de retomar las andanzas del niño ahogado
en las aguas de Crystal Lake surge del guionista Todd Farmer,
que lleva varios años perpetrando el esperado encuentro entre
Krueger y Voorhees en una misma producción y que quería llevar
al asesino a un espacio abierto para explorar sus posibilidades
"dramáticas" En realidad, lo que pretende Jason X es tantear
la respuesta de las nuevas generaciones de adictos a la saga Scream
y a aquellos que disfrutan con joyas del calibre de A todo
gas. Estos últimos están de suerte, puesto que el cociente
mental necesario para disfrutar de la película se ha reducido
hasta límites inauditos. Nada que reprochar a los productores,
que no corren el riesgo de devaluar a un personaje que ya ha sido
pisoteado y mandado mil veces al infierno, sin que en ninguna
de sus apariciones en la pantalla grande se le vieran más pretensiones
introspectivas que su desconcierto a la hora de liquidar niños.
Así las cosas, (¿alguien esperaba más?) Jason
X es una saludable majadería entrañable por lo zafia, chapucera
e inesperadamente cómica que resulta. Aquí el argumento es lo
de menos: en el año 2455 una expedición galáctica descubre en
el desértico planeta Tierra el cuerpo criogenizado de Jason Voorhees
y decide recuperarlo para venderlo como objeto de museo. El despertar
del largo letargo provoca en el asesino un terrible deseo de eliminar
a la tripulación de la expedición, una colección de adolescentes
en flor al que se niega desde el primer momento el más mínimo
atisbo de frase inteligente o registro dramático.
Como en un Alien de Todo a cien, Voorhees irá eliminando
a todo aquel a quien se encuentre en su camino, tomando de paso
elementos prestados del primer Terminator, Starship
Troopers y películas de ciencia ficción con sabor a años ochenta,
además de un par de guiños demenciales que nos recuerdan que estamos
viendo una nueva entrega de la saga.
Jason X tiene el "honroso" mérito de otorgarnos
los noventa minutos más delirantes vistos en una película comercial
en mucho tiempo, recuperando el sabor rancio de los últimos filmes
protagonizados por Lugosi por lo cómicas y desfasadas que resultan
según que diálogos y escenas, por el desconcierto que provoca
la absoluta carencia de coherencia lógica del filme y por los
efectos especiales chuscos que jalonan la película, propios del
Ed Wood más genuino.
Una producción recomendable para los fans de lo
kitsch que retoma al personaje por la única vía sensata
a estas alturas: la autoparodia y que no debería faltar en la
videoteca de cualquier freak con querencia a la caspa.
No obstante, ojo al guiño para cinéfilos: el mismísimo David Cronemberg
hace un cameo al principio de la película.
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