Por
David Montero
Las
críticas que siguieron al estreno norteamericano de Un final
made in Hollywood fueron poco menos que demoledoras. La prensa
especializada estadounidense se cebó como nunca antes con Woody
Allen, afirmando que el realizador de Annie Hall o Manhattan
había firmado uno de sus peores títulos, otro más dentro de la
desastrosa marcha emprendida en estos últimos años, plagados de
películas que muchos han entendido apresuradamente como "cine
menor" en la filmografía del cineasta neoyorquino. "¡Que
Dios bendiga a los franceses!", responde burlonamente el personaje
de Allen en la cinta, anticipando quizás un previsible regreso
al camino que sus últimas películas han recorrido de forma invariable:
fiasco norteamericano y buena acogida en Europa, sostenida por
críticas favorables.
Un final made in Hollywood cuenta la historia
de Val Waxman, un director de cine neurótico y difícil que malvive
rodando spots publicitarios a la espera de que una oportunidad
le devuelva su prestigio como ganador de dos Óscars. Pero su posible
redención llega de la mano de su ex mujer y del tipo con el que
se largó, un estirado productor de Hollywood que ofrece a Waxman
la realización de una película idónea para firmar su gran regreso.
Waxman acepta, aunque la presión puede con él provocándole una
ceguera nerviosa en pleno rodaje. A pesar de todo, sigue adelante,
disimulando su ceguera y rodando el filme como si nada hubiese
sucedido.
Este planteamiento, arriesgado y original, parecía
anunciar que Allen había preparado un minucioso ajuste de cuentas
con Hollywood, utilizando la metáfora del director ciego para
levantar ampollas entre muchos compañeros y ejecutivos de estudio.
Sin embargo, nada se aleja más de la realidad. Un final made
in Hollywood no es más que una suave parodia melodramática
del mundo del cine en la que nadie sale bien librado, mucho menos
el propio Allen, que caricaturiza desde su preferencia por los
directores de fotografía extranjeros hasta su incapacidad para
enfrentarse a los ejecutivos de los estudios. Sin embargo, el
resultado no es tan brillante como cabría esperar del realizador
neoyorquino y Un final made in Hollywood acaba siendo una
película divertida cuando se adivina que su objetivo era ser hilarante.
Poco
a poco, en un proceso gradual, Woody Allen ha ido trasladando
el centro de gravedad de su cine, vaciándolo de sí mismo
y acercando sus películas a la comedia pura y elegante, de reminiscencias
clásicas; unos filmes cargados de humor visual y de magníficos
dardos verbales. A la ligera se afirma que un director filma la
película que le gustaría ver como espectador. Nada más lejos de
la realidad: muy pocos realizadores llegan a rodar esa película
con la que ellos mismos disfrutarían, pasando por encima
de productores, estudios, críticos y hasta de sus propios egos.
Quizás es lo que anda buscando Woody Allen. Con pasos atrás
y adelante lo va consiguiendo.
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