Por Alejandro
del Pino
Las islas han sido una constante fuente de inspiración
de numerosas narraciones que encuentran en ellas un espacio
perfecto para ubicar historias de perdedores y personajes al
margen de la ley o que huyen de su pasado. Una visión
romántica que nos remite a la pureza e ingenuidad de
los cuentos infantiles sobre piratas y aventureros sin patria
que escapan a islas lejanas en busca de tesoros escondidos o
para olvidar algún grave infortunio o desamor.
La
isla del holandés, como otra
producción nacional reciente Lucía
y el sexo, es una recreación contemporánea
(y para adultos) de ese motivo literario. Ambos filmes nos trasladan
a una pequeña y solitaria isla del mediterráneo
levantino para seguir el rastro de unos pocos supervivientes
que tratan de reconstruir su vida muy lejos del vértigo
de las grandes ciudades. En este caso nos encontramos a finales
de la década de los 60 y la película comienza
con la llegada a la isla de Luis Dalmaus (Pere Ponce), un joven
profesor universitario de ideas revolucionarias desterrado por
las autoridades franquistas.
Dirigida por el debutante Sigfrid Monleón,
La isla del holandés no descubre ningún
mediterráneo nuevo pero es una digna película
pequeña, sin retóricas, ni trampas dramáticas,
que cumple con las expectativas que genera. No entusiasma pero
tampoco decepciona. Es un bello cuento de sabor clásico
sobre el amor, la traición, la rendición, el compromiso
y la amistad donde además se prescinde de simplismos
ideológicos (es posible que se establezca una relación
de amistad entre un guardia civil y un desterrado comunista)
y se denuncia los peligros del turismo y la especulación
inmobiliaria.
De
ritmo tranquilo y apacible aunque salpicado de oportunos sobresaltos,
La isla del holandés engancha sobre todo por su
humildad y buen oficio. Sorprende la solidez y contención
que ha demostrado este director en su debut en el largometraje.
Estamos ante una producción modesta y sencilla, de narración
transparente y fluida que sortea con agilidad los desviós
propios de los primerizos. Como escenario, un bello y luminoso
paisaje al que se le saca gran partido sin recurrir a espectaculares
recreaciones visuales ni a una fotografía deslumbrante.
Como argumento, una historia sencilla cuyo previsible pero lógico
desarrollo (es un cuento de piratas buenos) no se intenta camuflar
con complejos dispositivos narrativos ni justificaciones intelectuales.
No obstante, se pueden hacer algunas objeciones
a esta adaptación fílmica de la novela homónima
del escritor valenciano Ferran Torrent. Muchas escenas se resuelven
con torpeza y rigidez, abundan los lugares comunes cinematográficos
y el final resulta demasiado precipitado. Además la evolución
de los personajes es algo esquemática y forzada (a pesar
de que Sigfrid Monleón ha intentado justamente lo contrario)
y, a veces, la cinta se resiente de un exceso de buenas intenciones.
La isla del holandés está
protagonizada por Peré Ponce, el único actor conocido
del film, quien consigue trasmitir la perplejidad del personaje
que encarna, aunque en ciertos momentos se le nota algo distante.
En el reparto también destaca Cristina Plazas, una actriz
procedente del mundo del teatro, que interpreta con convicción
y magnetismo a una mujer de temperamento fuerte y decidido.
Mención aparte merece la bellísima
banda sonora que ha compuesto el francés Pascal Comelade
junto a José Manuel Pagán: una mágica combinación
de sensibilidad contemporánea pretendidamente naif
con melodías y ritmos de raíz popular. El
músico francés afincado en Barcelona ha hecho
de nuevo uso de sus herramientas habituales -instrumentos de
juguetes o desafinados, arreglos orquestales ensoñadores,
pianos pequeños, acordeones...- para componer una banda
sonora humilde, sencilla, juguetona, hermosa e intimista. Todo
un placer.
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