Por Juan
Antonio Bermúdez
Tenemos
apenas un cuerpo y en él esa cosa inasible, la vida. Pero, como
escribió Neruda, lo olvidamos a menudo. Julio Médem, onírico y
visceral, terrenal y telúrico como el poeta chileno, se encarga
de recordárnoslo en Lucía y el sexo. En el cuerpo suceden
el amor y la muerte, y por eso cualquier mística no puede ser
ajena al cuerpo, a ese campo en el que el eros y el tánatos más
que batallar se sobreponen, se confunden. ("Pequeña muerte" le
llaman los franceses al orgasmo).
Como en toda su filmografía anterior,
Médem rueda sobre esa solapa dúctil del eros/tánatos Toda la explícita
presentación del sexo (tan bien usada para el alarde publicitario)
aumenta su potencia simbólica a la sombra de la muerte que se
nos ha anticipado en las primeras escenas. En el complejo remolino
narrativo sobre el que se escurre el guión de Lucía y el sexo
conectando los tiempos como a través de agujeros negros, durante
más de medio metraje vemos follar a un muerto. Y sobre esa poderosa
paradoja crece la película, enlazando las historias con el sexo
tierno o divertido o salvaje o sucio de sus protagonistas, con
el sexo al fin como venganza contra la segura victoria de la muerte.
Pero Lucía y el sexo nació como
una réplica luminosa a la huella fatalista que dejaba Los amantes
del Círculo Polar, la anterior película del director vasco.
Y para ello en la última parte de este filme se da otra vuelta
de tuerca y se arrincona la tragedia en un final feliz. Cualquier
espectador que tenga un mínimo interés por el cine de Médem sabe
que no es precisamente verosimilitud lo que puede exigirle a sus
guiones.
Es la traducción en imágenes del
fecundo universo poético de este insólito director lo que más
sigue cautivando. Y para ello se ha subido, al menos para esta
ocasión, al tren de los rodajes con cámara digital, con un formato
de alta definición inédito en el cine europeo, el Hdcam (el mismo
que utilizó George Lucas para la cuarta entrega de La guerra
de las galaxias). Naturalmente, el nuevo medio influye en
el resultado, más íntimo, más naturalista por su proximidad con
lo que identificamos como un registro doméstico, pero ni mucho
menos limitado en la potencial tensión poética de cada plano.
Más
indigesto resulta algunas veces el propósito literario de los
diálogos, pero si esto se tolera y sobre todo si al llegar a la
butaca se intenta despreciar toda la mercadotecnia del morbo con
la que se ha pregonado este quinto largometraje de Médem, puede
disfrutarse de una película algo irregular pero muy bella.
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