Por
Juan Antonio Bermúdez
Dice la escueta sinopsis que publican los periódicos
que Ghost World va de "dos jóvenes que llevan una existencia
gris, sin conseguir destacar en nada, ni en el instituto ni luego
en el trabajo". Y no miente, pero como pasa casi siempre cuando
se trata de resumir un argumento en tres líneas tampoco dice toda
la verdad. Va, efectivamente, Ghost World de dos adolescentes
(aunque acaba por centrarse en una de ellas, la más radical, la
más marginada, la más interesante) que dan saltos en el vacío
hacia la edad adulta, liberadas ya de las justificaciones escolares,
sin las expectativas corrientes, sin planes, sin pliegues a un
hipócrita futuro acomodaticio. Saben lo que no quieren, pero no
saben lo que quieren.
Lo
que la sinopsis apenas apunta como el retrato de vidas mediocres
es sin embargo mucho más: un dibujo perfecto de la mediocre sociedad
que insiste en llamar mediocre al que no se sube al carro de sus
vanos sueños de éxito. Nada hay más mediocre que el culto al éxito
y esta chica rara ("la rarita del grupo" se decía y se dice) que
borda Thora Birch pone al descubierto con su comportamiento respondón
las llagas, enormes y pestilentes llagas, del podrido American
Dream en el que todos, de Chicago a Almería, dormitamos.
Ghost World está sin duda entre lo mejor
del cine independiente estadounidense de la última década. Da
una vuelta de tuerca al cinismo de American Beauty (en
este caso, no exagera la publicidad) con una gran elegancia y
con menos espectacularidad, con una puesta en escena deudora del
cómic pero curiosamente naturalista, a la vez austera y preciosista
casi hasta el minimalismo. Y sobre todo con un argumento en el
que ocurren menos situaciones excepcionales y que por lo tanto
resulta más cercano, más universal.
No se limita además este primer largometraje de
Terry Zwigoff a una corrosiva exploración de las manifestaciones
más superficiales del american way of life: el consumismo,
la competitividad o la zafia vacuidad de categorías sagradas de
lo humano que supone la corrección política. Se detiene sutilmente
en reconocer cómo esta forma de vida engulle y condiciona a cada
individuo, y fluye más allá de la crítica social hacia terrenos
psicológicos acontextuales (el amor, la amistad, la soledad, la
compatibilidad, la convivencia), reinventando una suerte de realismo
introspectivo que denota, desde su aparente distancia, una enorme
solidaridad y comprensión hacia el prójimo.
Ghost World demuestra una vez más que la
progresía intelectual estadounidense sabe sacar un gran partido
de la autocrítica. Bush nunca verá esta película. Los raros no
son los protagonistas de Ghost World; el raro es él.
|