Por
Pablo Vázquez
En Oh, God!, una de las muchas comedias
que convirtieron a Carl Reiner en profeta clave dentro del género,
George Burns era un demiurgo campechano que se le aparecía
a un pobre hombre para demostrar su existencia y provocar unos
divertidos gags divino-terrenales. Treinta años han pasado
y parece no sólo que Dios necesita un envoltorio gigante
para justificar su aparición, sino que estos tiempos no
son los más adecuados para confundir lo sacro con lo profano,
al menos dentro de la gran industria.
Ese
miedo a no ofender- a creyentes, a ateos, a agnósticos
y a blasfemos- y una impuesta tendencia al exceso quedan reflejados
en cada fotograma de esta comedia llena de altibajos, con un equipo
de cinco estrellas metiéndose en un embolado de mil demonios,
con perdón: Shadyac (director competente, con extraña
habilidad para mezclar el humor de váter con el almíbar),
un actorazo como Carrey y unas guionistas tan carismáticos
como el entrañable zoquete Steve Oedereck (Kung Pow)
y el envenenado Steve Koren (Superstar). Todos se lanzan
a por el innombrable (en el cine es Dios, pues con Satán
se puede hacer de todo), armados con unos recursos y unas tablas
que les han dado obras más pequeñas y personales:
más puras, como diría Dios.
El resultado es una comedia familiar desmedida
pero efectiva, un cuento de navidad sin nieve presumiblemente
irregular, cuyos mejores gags parten de su alto (altísimo)
concepto: un intervalo central en el que Carrey usa y abusa de
los poderes del todopoderoso. Es entonces cuando surgen los momentos
de comedia más afortunados (el polvo celestial con Aniston,
la venganza durante la emisión del telediario) y las ideas
de guión más brillantes y memorables (las oraciones
vistas como e-mails).
El resto de Como Dios se reduce a una
introducción de personajes y situación quizás
un tanto dilatada y una resolución igualmente larga en
la que sus responsables fintan como pueden el moralismo eclesiástico,
a través de los derroteros (quien sabe si más temibles)
de la comedia romántica made in Hollywood.
Ah!, y Carrey. Tan cumplidor como histriónico
(sobre todo durante la primera media hora), convierte sin problemas
la película en su propio show. No es suya toda la culpa,
pues lo verdaderamente decepcionante es apreciar como sus responsables
le han soltado las cuerdas para hacer sombra a sus propias carencias
frente al mismo punto de partida de la historia. Volvamos entonces
a Reiner: su película no era muy superior a esta y desde
luego resultaba mucho menos divertida; había en ella menos
ingenio y posiblemente menos talento.
Sin embargo, su historia volaba libre, sin pedir
disculpas por sus errores, sin preocuparse en encontrar un hueco
en la aceptación del público. La película
de Shadyac tiene un cielo mucho mayor para hacer piruetas, pero
prefiere contentarnos con un tímido batir de alas angelicales.
Y es una pena que, con la distancia, este correcto festival del
exceso light y de la blasfemia venial quede más cerca del
funcional primitivismo de la saga Ace Ventura que del resto de
aventuras humorísticas con las que su actor protagonista
nos ha sorprendido en otras ocasiones.
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