Por
David Montero
Desde que en 1992, Lasse Hälstrom (Estocolmo,
1946) estrenase A quien ama Gilbert Grape, el realizador
sueco ha ido poco a poco refinando el arte de la fábula
cinematográfica. Ya en su país de origen, Hallström
había dado buena muestra de su talento con un material
de alta gradación sensible en la deliciosa Mi vida como
un perro (1985), pero, sin duda, el punto álgido de
su carrera llegó con Las normas de la casa de la sidra
(1999) con la que ganó dos premios de la Academia. Al año
siguiente, repitió éxito en los Oscars con la misma
fórmula gracias a Chocolat, una película
que despertó ya las sospechas de la crítica, algo
escamada con la excesiva ñoñez de la cinta. Su última
apuesta es Atando cabos, adaptación de la novela
de E. Annie Proulx, galardonada con un premio Pullitzer, una obra
que viene como anillo al dedo al cine de Lasse Hallström.
"Yo
llevaba una existencia tranquila, silenciosa. Nadie se había
fijado nunca en mi, hasta que un día de lluvia alguien
finalmente lo hizo". Estas palabras, pronunciadas al inicio
de la película, dan paso, una vez más, a un cuento
moral donde es posible encontrar buenos y malos, viejas leyendas
de piratas, fantasmas, muertos que se despiertan y casas malditas
que vuelan por los aires.
Pero principalmente, Atando cabos cuenta
la historia de Quoyle, un derrotado controlador de tinta sin ningún
tipo de ambiciones. Apagado, falto de esperanzas, todo cambia
cuando conoce a una joven prostituta llamada Petal, de la que
se enamora perdidamente. La mala, o la buena, fortuna decide que
ella se quede embarazada, iniciando ambos una relación
en la que él es humillado de continuo. Años más
tarde la repentina muerte de Petal en un accidente de tráfico,
obliga a Quoyle y a su hija a buscar una salida por lo que se
trasladan al remoto pueblo pesquero de donde procede su familia.
Allí, los dos tendrán que enfrentarse a su propio
pasado y hallar un nuevo futuro.
Este desarrollo argumental encaja de pleno en los
presupuestos cinematográficos que usualmente maneja Halström,
con historias que se desarrollan en pequeñas poblaciones,
donde la gente se conoce bien, y en las que la llegada de un nuevo
personaje provoca una catarsis de resultados positivos. Así,
Atando cabos se convierte en un fresco de personajes que
avanzan hacia la curación emocional: el propio Quoyle,
su atractiva vecina, su tía, su hija o el director del
periódico local, por poner varios ejemplos.
La
trama, plena de pequeñas historias, se sucede al paso deslabazado
con el que se hojea un periódico, saltando caprichosamente
de unas páginas a otras, de los deportes a los sucesos,
después a las noticias internacionales... El hilo conductor
de todas estas microhistorias es la interpretación de Kevin
Spacey, que sonó de forma insistente como posible candidato
al Oscar al mejor actor. Su interpretación, aunque sólida,
no tiene el brillo de otras ocasiones. Mucho más interesantes
son los trabajos de las mujeres que le rodean: Julianne Moore
como la desolada viuda, Judi Dench en el papel de la tía
del protagonista y, sobre todo, Cate Blanchett que da vida a una
cruel prostituta.
Al final, como en toda buena fábula, hace
su aparición de forma lapidaria la moraleja, tan evidente
en todas las películas de Hallström: "Sí,
desde luego un hombre roto puede curarse".
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