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La comunidad del anillo

El cine fabulado

Por Javier Pulido Samper

A J.R.R.Tolkien hay que agradecerle, cuando menos, el haber hecho soñar a varias generaciones de lectores desde la aparición en 1954 del primer volumen de su obra más importante, El señor de los anillos. El escritor inglés demostró que se podía realizar literatura fantástica sin caer en lo ramplón y elaboró toda una cosmogonía propia que ha sido plagiada hasta la saciedad. La historia del joven Frodo Bolsón y su viaje de iniciación, junto a un sinfín de compañeros de viaje, para destruir el anillo único por el que el señor oscuro de Mordor gobernaría la Tierra Media, ha vendido hasta la fecha 100 millones de ejemplares. Y desde luego merecía una mejor adaptación cinematográfica que la realizada en 1978 por Ralph Baksh, un aborto de animación provocado por la falta de presupuesto y por la incapacidad de traducir en imágenes la epopeya de las diferente razas que pueblan la Tierra Media.

Más de 20 años después, el interesantísimo director neozelandés Peter Jackson vuelve a intentar trasladar la magia de Tolkien al cine, rodando las tres partes de las que se compone la obra al mismo tiempo, una atrevida pirueta de la que, a tenor de lo visto, no puede salir mejor parado. Es la Comunidad del anillo, primera parte de la trilogía, una valiente apuesta que renuncia a todo tipo de concesión a la comercialidad, sin ánimo de pretender triunfar en taquilla a toda costa. Y para ello sigue una política insobornable de principio a fin: ser lo más fiel posible a la obra original, que se va haciendo más oscura y violenta conforme avanza la odisea de Frodo. Sin embargo, el respeto por el libro de Tolkien es más de fondo que de forma, puesto que Jackson es capaz de destilarlo para crear un material fílmico de primera, devolviendo al cine su primigenia condición de fábrica de sueños.

Logra el director de Braindead y Criaturas celestiales lo que parecía imposible, que en ningún momento chirríe la adaptación, consiguiendo momentos de extraordinaria belleza, de tensión soterrada o emoción desatada a través de un dominio irreprochable de las herramientas cinematográficas. Utiliza Jackson, sin abusar, cautivadores planos rodados desde grúa, travellings frenéticos y planos y contraplanos contenidos que recrean perfectamente los diversos estados de ánimo de los personajes. Por fortuna, evita no obstante el esteticismo gratuito que está malbaratando la mayoría de las producciones del nuevo cine digital, como La Amenaza Fantasma.

En La comunidad del anillo prevalece afortunadamente el deseo por contar una historia, lo que permite que hasta el más mínimo detalle generado por ordenador parezca "vivo". Así, no es difícil empatizar con los cálidos Hobbits, contener el aliento ante la aparición de damas élficas o angustiarse ante la presencia del mal (Christopher Lee comiéndose la pantalla de nuevo). En este sentido, la película de Jackson hace gala de una tremenda honestidad, puesto que no se pierde tiempo en epatar al espectador con prolijas descripciones de cada una de las razas ni se alargan un minuto más de lo necesario las diferentes batallas (de coreografía primorosa y con un sentido del ritmo impagable). Lo que se pretende es acompañar a los personajes en su camino a la redención, con la mente puesta en que la película perviva como obra de arte y no como catálogo de los últimos efectos digitales aplicados a producciones visuales.

Cuenta además el filme de Jackson con una fotografía que es pura poesía fílmica, además de un diseño de producción capaz de erizar el vello. El mimo con el que está planificada la producción se extiende a todo tipo de detalles, desde la recreación de los diferentes dialectos de los personajes a la acertada elección de los escenarios naturales australianos, que abarcan desde la apacible comarca donde habitan los hobbits hasta el oscuro reino de Mordor.

Dos aspectos más hacen de El señor de los anillos la más sólida producción de fantasía realizada en las últimas dos décadas. El primero es el extraordinario score compuesto por Howard Shore, que aquí se olvida de las composiciones frías y mecánicas que articula en las películas de David Cronemberg y elabora unas partituras que envuelven la acción y contribuyen a suavizar las transiciones de la trama. Capítulo aparte merecen unas interpretaciones actorales ajustadas y alejadas de tentaciones histriónicas. Ian Mckellen borda el papel del mago Gandalf, y a buen seguro, ningún ávido lector de Tolkien podrá imaginarse al guerrero Aragorn en otra piel que no sea la de Viggo Mortensen.

A La comunidad del anillo solo puede achacársele una ritmo algo moroso en los momentos iniciales (su duración se extiende hasta las tres horas) y cierta liviandad en el tratamiento narrativo de secundarios, pero si es capaz de mantener el tipo en las dos partes de la trilogía que se avecinan, El señor de los anillos pasará a la historia del cine con entidad propia y en letras mayúsculas.

   

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