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Manderlay

Título

 Manderlay

Título original
Manderlay
Dirección
Lars von Trier
Intérpretes
Bryce Dallas Howard
Isaach De Bankolé
Danny Glover
Willem Dafoe
Michaël Abiteboul
Año
2005
Guión
Lars von Trier

 

Egos y riesgos

Por Juan Antonio Bermúdez

Sobre los cimientos de su egocéntrica megalomanía, Lars von Trier lleva un par de décadas agitando otros cimientos, más egocéntricos y más megalómanos, que son los que sustentan el discurso único de cierta moralidad dominante. Su pose visionaria y sus innegables dotes como publicista le garantizan siempre una estela de ardores y fervores, apegos incondicionales y repulsas más entrañables, ya, que viscerales. Para bien y para mal, lleva el estigma de los genios. Se lo han marcado a hierro y fuego los cinéfilos jóvenes y airados que piensan que el cine contestatario nace con esa broma más o menos inspirada que bautizaron Dogma 95. Pero también los clásicos cascarrabias que desprecian sus obras con una enmienda a la totalidad, de gallo a gallo, de ego desorbitado a ego desorbitado.

Parece imposible (y a lo mejor improcedente) alabar o criticar a von Trier con mesura. Me limitaré a decir que me interesa mucho. Y que en Manderlay me sigue interesando, aunque un poco menos. La película tiene mucho de déjà vu. No solamente porque repita el registro escenográfico fantasmagórico de Dogville (allí sorprendente; aquí, “sólo”, virtuoso). También porque su esqueleto dramático es demasiado parecido al de la primera parte de la trilogía. Tanto que reconocemos de memoria sus caprichosos recovecos y nos asombran menos los símbolos que esconden.

Las aportaciones hay que buscarlas entonces en aspectos algo marginales, como la revelación de una desconocida Bryce Dallas Howard que, lejos de hipotecar el legado de Nicole Kidman, alumbra a una Grace coherente y nueva, matizada, apropiada con sutileza. Y hay que buscarlas también en los paralelismos metafóricos (reincidentes, pero reformulados) que traza o insinúa el argumento: la esclavitud de los negros en la América fundacional y otras esclavitudes contemporáneas como la de los inmigrantes del primer mundo; la utopía de la libertad deseada y el vértigo de la libertad decretada; la siniestra candidez de Grace Margaret Mulligan y la de ese Bush que reza en una de las fotografías de los títulos de crédito.

Todo eso, en un discurso tal vez demasiado ambiguo, demasiado cínico, demasiado nihilista. Un discurso que corre el peligro de ser apadrinado sin escrúpulos por el más ramplón neoconservadurismo o por las más ruidosas profecías desideologizadoras. Pero ese parece el peaje obligatorio que debe pagar cualquier riesgo que se sostenga o se oriente en las dudas posmodernas. Y en Manderlay Lars von Trier sigue arriesgando. Menos que en otras películas, pero sigue arriesgando.

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