Egos y riesgos
Por
Juan Antonio Bermúdez
Sobre los cimientos de su egocéntrica
megalomanía, Lars von Trier lleva un par de décadas agitando otros
cimientos, más egocéntricos y más megalómanos, que son los que sustentan
el discurso único de cierta moralidad dominante. Su pose visionaria
y sus innegables dotes como publicista le garantizan siempre una estela
de ardores y fervores, apegos incondicionales y repulsas más entrañables,
ya, que viscerales. Para bien y para mal, lleva el estigma de los genios.
Se lo han marcado a hierro y fuego los cinéfilos jóvenes y airados
que piensan que el cine contestatario nace con esa broma más o menos
inspirada que bautizaron Dogma 95. Pero también los clásicos cascarrabias
que desprecian sus obras con una enmienda a la totalidad, de gallo a
gallo, de ego desorbitado a ego desorbitado.
Parece imposible (y a lo mejor improcedente)
alabar o criticar a von Trier con mesura. Me limitaré a decir que me
interesa mucho. Y que en Manderlay me sigue interesando, aunque
un poco menos. La película tiene mucho de déjà vu. No solamente
porque repita el registro escenográfico fantasmagórico de Dogville
(allí sorprendente; aquí, “sólo”, virtuoso). También porque
su esqueleto dramático es demasiado parecido al de la primera parte
de la trilogía. Tanto que reconocemos de memoria sus caprichosos recovecos
y nos asombran menos los símbolos que esconden.
Las aportaciones hay que buscarlas entonces
en aspectos algo marginales, como la revelación de una desconocida
Bryce Dallas Howard que, lejos de hipotecar el legado de Nicole Kidman,
alumbra a una Grace coherente y nueva, matizada, apropiada con sutileza.
Y hay que buscarlas también en los paralelismos metafóricos (reincidentes,
pero reformulados) que traza o insinúa el argumento: la esclavitud
de los negros en la América fundacional y otras esclavitudes contemporáneas
como la de los inmigrantes del primer mundo; la utopía de la libertad
deseada y el vértigo de la libertad decretada; la siniestra candidez
de Grace Margaret Mulligan y la de ese Bush que reza en una de las fotografías
de los títulos de crédito.
Todo eso, en un discurso tal vez demasiado
ambiguo, demasiado cínico, demasiado nihilista. Un discurso que corre
el peligro de ser apadrinado sin escrúpulos por el más ramplón neoconservadurismo
o por las más ruidosas profecías desideologizadoras. Pero ese parece
el peaje obligatorio que debe pagar cualquier riesgo que se sostenga
o se oriente en las dudas posmodernas. Y en Manderlay Lars von
Trier sigue arriesgando. Menos que en otras películas, pero sigue arriesgando.
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