Una relación pornográfica
Por
Silvia Ruano
Con una espléndida ambientación, y una fotografía de colores desvaídos que clavan el gris panorama y la estética sensiblemente hortera de la España cateta, puritana y reprimida, auspiciada todavía por los últimos estertores del franquismo, esta ópera prima de Pablo Berger, reverso irónico y amargo de las comedias del landismo, aparece como una de las más originales e interesantes de nuestro cine reciente. Inusualmente eficaz tanto en lo sociológico como en lo dramático, esta película, tierna y respetuosa con sus criaturas, a las que nunca ridiculiza o juzga, ajena por suerte a un absurdo afán moralizante pero nada complaciente ni exenta de una mirada crítica hacia la sociedad del momento, conquista al espectador casi desde el primer fotograma.
Lo cual se debe no sólo a la acertadísima elección de Javier Cámara y Candela Peña para dar vida al convencional matrimonio de clase trabajadora (vendedor de enciclopedias a domicilio él, peluquera ella) que, impelido por su precaria situación económica y por el jefe del marido, se embarca en la realización de vídeos pornográficos caseros para su explotación en los países escandinavos, sino también a un guión inteligente y bien construido obra del propio realizador, que, lejos de detenerse sólo en los gags en que se ve envuelta la pareja (por otra parte muy logrados), sabe también ponerse serio cuando hace falta y reflejar el lado más triste, patético y mezquino del asunto a la vez que trasciende la anécdota y nos devuelve durante hora y media a la realidad de una época poco gloriosa en la historia de este país.
En consonancia con dicha coyuntura, y al igual que en el desarrollo de la trama, donde se aprecian dos niveles, el del ideal -a lo largo del rodaje de sus películas, Alfredo se va apasionando más y más por el séptimo arte, y Carmen acepta la experiencia con la esperanza de quedar embarazada- y el de los hechos puros y duros a los que han de enfrentarse luego, mucho menos dulces, el film contiene numerosos guiños al cine de los 70 en los que se aprecia un contraste entre algunos títulos de prestigio que llegaban de fuera (El séptimo sello, de Bergman o El último tango en París, de Bertolucci) y el cine de destape que aquí predominaba, representado por la figura de Máximo Valverde, autoparodiándose en un fugaz cameo. Más aún, Berger, con humor carente de toda crueldad, deja patente la enorme distancia que separa las pretensiones autorales de Alfredo de las abrumadoras e imperecederas imágenes y reflexiones del maestro sueco.
Contra todo pronóstico, este cruce entre las intenciones de un Berlanga y el acabado formal de las películas de Pedro Lazaga funciona notablemente en la pantalla, prestando a Torremolinos 73 una agudeza analítica y una capacidad para conmover, en las que se cifran su singularidad, encanto y atractivo.
Sí era lícito esperar un poco más, en cambio, de la banda sonora compuesta por Mastretta, que cumple, sin aportar demasiado al conjunto, a diferencia de lo que sucedía en otras partituras encargadas al músico, mucho más envolventes y atmosféricas, como la de Asfalto. Es bastante plausible que la indicación del director en este caso fuera encaminada a solicitar algo discreto que no desentonara respecto al mediocre marco en el que se circunscribe la acción (se incluyen además algunos éxitos de entonces que contribuyen a la recreación del contexto histórico y social), pero aún así el resultado peca un tanto de modesto.
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