Culpa, mentiras y cintas de vídeo
Por
Juan Antonio Bermúdez
Me resulta inevitable una pregunta tendenciosa:
¿qué hubiesen hecho en Hollywood con un argumento como este? Y es
tentadora una respuesta tópica pero con fondo: un thriller al
uso, con su orden burgués desestabilizado (por un extraño) y finalmente
reinstaurado; con su saturada banda sonora y su montaje fragmentario
disciplinando las pulsaciones de cada espectador; con sus buenos y su
malo (traumatizado, es posible, pero malo malísimo al fin).
¿Y qué ha hecho Haneke? Algo bastante
distinto: un ensayo disimulado en el envase de un thriller atípico.
Sin músicas tutoras, sin insertos ni reinserciones ni restauraciones.
Sólo con acciones que pasan delante de la cámara como en aquellas
viejas películas de Robert Bresson o como en los mecánicos planos
fijos de vídeo que aquí siembran la intriga: con la fuerza poderosa
y desnuda de la vida. Sin soluciones, sin más.
Para eso, es imprescindible contar con
unos cuantos actores vivos, como Juliette Binoche y sobre todo como
Daniel Auteuil. Actores que respiran y que tosen y que lloran como lo
hacían antes de estudiar interpretación. Y hace falta tener esa rara
cualidad de la desaparición reveladora, algo que, aunque parezca una
paradoja, sólo tienen directores con la personalidad de Haneke (y no
siempre, sólo en películas tan inspiradas como Código desconocido
o como Caché).
Así, sí. Así es como los géneros
cinematográficos pueden encontrar una nueva vía regeneradora, trascender
su declive auto-referencial y recuperar algo de su mejor naturaleza:
dejar de ser fines para convertirse en medios, en contenedores de ocupaciones
y preocupaciones tan humanas como la mala conciencia, la individual
y la colectiva, esa sombra podrida que a veces no se esfuma ni siquiera
con los somníferos.
Comparte este texto: