En la carretera
Por
Carlos Leal
En su libro Estúpidos hombres blancos, Michael Moore dedicaba un capítulo entero a marcar sus diferencias con la izquierda europea. Uno de sus principales puntos de discrepancia tenía que ver con los coches: da igual que contaminen, o que se basen en una fuente de energía no renovable, para Moore poseer un automóvil y tener acceso a gasolina barata es un derecho fundamental de todo americano. Resulta sencillo imaginarle defendiendo su idea con la misma vehemencia que los protagonistas de Bowling for Columbine reservaban para su derecho a portar armas. Y es que en Estados Unidos el coche no es sólo un instrumento; es una extensión de la propia persona, una máquina prodigiosa que guarda en su interior un sueño de libertad.
Esta fascinación por los automóviles late hondo en el corazón de Cars, la nueva película del director John Lasseter. Durante casi dos horas, el director de Toy Story narra la historia del bólido de carreras Lightning McQueen, una especie de trasunto animado de Fernando Alonso. McQueen es un corredor novato que en su primer año en los circuitos aspira a ganar la copa Pistón; como Alonso, cuando gana se atribuye todo el mérito y cuando pierde le echa la culpa al equipo, y su mayor sueño en la vida es fichar por una escudería más importante. Sin embargo, mientras viaja a California para disputar la última carrera de la temporada se desvía de su camino y acaba en un pueblecito perdido en las grandes praderas de Estados Unidos, donde descubre que hay cosas más importantes en la vida que triunfar en las carreras.
Quizás si tuviera la fascinación por los coches que comparten Michael Moore, John Lasseter y el 76% de los críticos estadounidenses (según los datos de rottentomatoes), me hubiera resultado más sencillo dejarme llevar por los personajes de Cars y sumarme a la ola de entusiasmo que ha despertado. Sin embargo, a mí esta historia animada de automóviles con sentimientos me produce sobre todo extrañeza, como esa proverbial fiesta a la que no se ha sido invitado. Los chistes de coches no me hacen gracia (“ya tiene la copa en la guantera”, comenta el comentarista), no distingo la ruta 66 de la autopista 44, y las escenas de choques múltiples y de automóviles surcando las carreteras a toda velocidad me hacen sentir incómodo, como si estuviera viendo una frívola parodia de las campañas de la DGT.
Más allá de su excelente factura técnica -que comparte con las demás películas de Pixar- y de ocasionales chispazos de ingenio (sobre todo en el plano visual, no tanto en el guión), lo cierto es que vista con alguna distancia Cars pone en evidencia las limitaciones de John Lasseter como narrador. Y es que la película tiene un regusto rancio, no ya sólo en su mensaje profundamente conservador y anclado en el tópico, sino también en los medios cinematográficos que utiliza para ponerlo en pie. Lasseter abusa de la moraleja explícita, se embarca en excursos gratuitos que poco o nada hacen avanzar la narración (el tramo central de la película llega a hacerse interminable), e incluso, para horror del espectador adulto, cuela una empalagosa canción sin venir a cuento. Y por ahí sí que no paso. Ya no.
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