Vivir del cuento
Por
Carlos Leal
Trate de responder mentalmente al siguiente cuestionario, en menos de diez segundos: ¿Qué es un muggle? ¿Quién es Sirius Black? ¿A qué casa de magos pertenece Harry Potter? ¿Cuántos tiempos tiene un partido de quidditch? Si no sabe contestar a alguna de estas preguntas, Harry Potter y el cáliz de fuego no es su película. Pero incluso si las ha contestado todas sin despeinarse, es posible que tampoco. Y es que después de cinco años y cuatro largometrajes, por primera vez la saga de Harry Potter comienza a presentar síntomas inequívocos de agotamiento.
Hagamos un poco de historia para situar El cáliz de fuego en su justo contexto. Chris Columbus abrió la serie en las navidades de 2000 y 2001 respectivamente, con Harry Potter y la piedra filosofal y Harry Potter y la cámara secreta. Dos películas esencialmente decorativistas, más centradas en la construcción de un espacio visual atractivo y lleno de detalles que en el desarrollo de los argumentos y los personajes; algo, por otra parte, muy perdonable teniendo en cuenta su tono marcadamente infantil. Ya en 2003, Alfonso Cuarón cambió radicalmente de tercio en El prisionero de Azkaban, una película mucho más tensa y efectiva desde el punto de vista narrativo que parecía inaugurar la edad adulta en las aventuras del joven mago.
Y en estas llega a la dirección el británico Mike Newell, autor de cosas como Cuatro bodas y un funeral y La sonrisa de Mona Lisa, y la serie sufre una regresión. Y es que Harry Potter y el cáliz de fuego es con toda probabilidad la película más autocomplaciente y centrada sobre sí misma de toda la saga, la más dependiente en su desarrollo del universo mitológico creado por la escritora J.K. Rowling.
Poco ayuda desde luego al desarrollo narrativo del filme la escasa entidad del argumento, que en esta ocasión gira en torno a un concurso de escuelas de magia (una especie de “Gran Prix” para hechiceros, con dragones caucásicos en lugar de vaquillas), en el que, para más inri, gana el que todos nos estábamos imaginando. Los pocos lazos que la película tiende hacia la realidad están resueltos desde el tópico más sonrojante: los problemas de Harry y Ron para conseguir una cita para el baile, las poco sutiles críticas a la prensa amarilla, esas alumnas de la escuela de hechicería francesa que parecen sacadas de una película de Alfredo Landa (Fleur Delacour se llama su capitana, ahí queda eso).
En definitiva, esta cuarta entrega de las aventuras de Harry Potter queda reducida a un espectáculo banal, que quizá satisfaga a los incondicionales de la serie pero difícilmente captará la atención de quienes no lo sean. Por lo pronto, este que está aquí se borra; desde ya prometo que en el verano de 2007 haré de tripas corazón y resistiré la tentación de ir a ver Harry Potter y la orden del Fénix. O eso o me empapo la novela y voy la noche del estreno ataviado con mi túnica y mi varita mágica. Una de dos.
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