Dibus sin chispa
Por
Pablo Vázquez
La generación de los que ahora nos debatimos entre la madurez (es un decir) y la eterna adolescencia tuvimos durante la década de los ochenta un buen puñado de maestros excepcionales anclados en ese tan mal visto cine comercial de los grandes estudios. Robert Zemeckis, John Landis y Joe Dante, dos de ellos cachorros de la factoría Spielberg, quizás fueran los más significativos, aunque personalmente siempre he tenido especial debilidad por el tercero, tal vez por unos orígenes que lo relacionan con el maestro Corman y pequeños clásicos del cine a contracorriente como Rock and rock high school o Hollywood Boulevard.
Tras un período de entretenimientos intachables (la saga Gremlins, No matarás al vecino), que atesoraban algunos de los mejores momentos de la comedia y el cine fantástico de los ochenta, Dante perdió fuelle a raíz del fracaso de Matineé, un personal homenaje a William Castle y al cine de serie B en general injustamente menospreciado que significó su refugio en la televisión. Decepcionado por las directrices de una época en la que ya a nadie parecía interesarle su peculiar “sentido de la maravilla”, Dante nos sorprendería todavía con la jubilosa Pequeños guerreros, auténtica bocanada de aire fresco para el anquilosado cine infantil, antes de hacer frente a este proyecto ajeno, que lo cataloga como un hábil artesano nostálgico de tiempos mejores… pero poco más.
Globalmente fallida, aunque sin caer en la pobreza de inventiva que mostraba Space Jam (anterior traslación de los dibus a la gran pantalla), Looney Tunes, de nuevo en acción ofrece hallazgos aislados dentro de un conjunto francamente descompensado, cuyo acabado final (el devenir de un guión desajustado, el mal llevado equilibrio entre el humor adulto y el slapstick, incluso la pobreza de la animación en algunos momentos) la acercan más a Cool world de Ralph Balshki que a una obra de la envergadura de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (comparación odiosa, pero en este caso, inevitable).
Al aficionado no le quedará más remedio que debatirse entre la decepción y la simpatía, y centrarse en sus reducidas pero vistosas virtudes: las ya clásicas muecas de Joan Cusack, algún momento de humor bien llevado, los inagotables guiños al cine de género propios de su director (los guiños a la La invasión de los ladrones de cuerpos y Planeta prohibido, la aparición de Mary Woronov) y sobre todo un histriónico y formidable Steve Martin en el papel de villano. Por lo demás, estamos ante un nuevo intento desesperado de domesticar lo indomesticable: dejemos de marear a Bugs y a Lucas que el cine, definitivamente, no es el medio para el que fueron creados.
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