Puro cine-pastilla
Por
Pablo Vázquez
Es previsible que la opera prima de Ricardo Bofill sea saludada con un desconcierto y un desprecio similares a los que envolvieron el estreno de la apreciable Plauto de David Gordon, guionizada por Coto Matamoros. Sin embargo, mirándola con ojos limpios, me resulta muy difícil no simpatizar con su propuesta. Ya desde sus primeras imágenes, en las que se salta a la torera el concepto académico del “salto de eje” para convertirlo en un recurso de shock, puede apreciarse que por las venas de todo el metraje circula el mismo fluido corrosivo, entre rebelde y desesperadamente poético, que llenaba al cine de Jean-Luc Godard, al Resnais de El año pasado en Marienbad, al Tommy de Ken Russell o, por poner un ejemplo más reciente, al Tarantino de Kill Bill.
Bofill convierte su película en un terremoto continuo regido por la única norma del exceso. Aun a riesgo de cargar, el realizador se empeña en dejar su impronta hasta en el fotograma más veloz, y potencia el histrionismo de sus actores con situaciones extremas, creando una coherente conexión entre fondo y forma. En este sentido, destaca el refrescante trabajo de Ana Turpin, la Anna Karina particular del realizador, mimada constantemente por la cámara, entreviéndose un perfecto entendimiento de intenciones entre director y actriz.
Sin embargo, si Hot milk merece su huequecito en la historia es por su hiperrealista y fiel aproximación a la cultura del clubbing, capaz de convertir en muestras grises e imperfectas a obras tan estimables como Viviendo sin límites o Party monster. A pesar de jugar, con gracia, a Choderlos de Laclos, a Bofill no le interesa reflejar el descenso a los infiernos de los personajes ni abrochar su historia con un punto de vista moral. Más a la manera de la película de Liman, la suya es una reivindicación del desmadre discotequero como método fidedigno para forjar nuestra auténtica personalidad. Algo inaudito en estos tiempos de tanto cine-mensaje acomodaticio.
Hot milk es, en definitiva, tanto la película de un niño de teta loco por su cámara, como una furiosa muestra de cine-eyaculación que se ríe de sí misma y de su mundo, respetando a la vez sus propias normas: un trozo de celuiloide-tunning que lleva incorporada su digestión ruloide. Tal vez su mayor hallazgo sea también el más evidente: devolver al cine experimental su vena más visceral y gamberra.
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