Una a Dios y ...
Por
David Montero
Hasta finales de los noventa lo único la mayoría sabíamos de George Clooney era que era alérgico al matrimonio, atractivo a rabiar y que como mascota, en su casa, tenía a un cerdo (para más señas el animalito se llama Max). Además de todo esto, los productores también se dieron cuenta de que el doctor interesante de “Urgencias” valía para llenar las salas de cine. Desde entonces, Clooney ha jugado según las reglas, forjándose un nombre sólido en la industria del cine antes de revelar, tímidamente eso sí, que tenía otras ambiciones artísticas que poblar los escritorios informáticos de medio mundo. Fue así como empezaron a llegar películas levemente contestatarias, como Tres reyes o la versión cinematográfica de South Park, esfuerzos que darían paso a Oh Broter, de los hermanos Cohen, sin duda su mejor trabajo como actor hasta la fecha. Ahora, George Clooney continúa alejándose de su propia sombra con su primera película como director en la que, como era previsible, pretende hacer pasar un camello por el ojo de una aguja, creando una cinta compleja y ambigua, alocada y ecléctica sin alejarse demasiado de los parámetros de Hollywood que afirman que finalmente todo debe volver al espectador y que un final feliz es imperativo por encima de todas las cosas.
Basada en un guión de Charlie Kauffman (alocada, ambigua, ecléctica, Hollywood ¿a quién esperaban?), Confesiones de una mente peligrosa sigue la azarosa vida de Chuck Barris, productor de televisión y autor de alguna de las más conocidas fórmulas de la telebasura que, según él, acabó trabajando para la CIA como agente secreto y asesino a sueldo en los tiempos de la Guerra Fría. Un argumento ciertamente esquizofrénico que en las manos de Kauffman acaba siendo como una reflexión sobre el fracaso profesional y personal, sobre las opciones vitales que arrastramos como pesos ineludibles.
Entrando en harina, el principal problema de Confesiones de una mente peligrosa no es desde luego Hollywood, sino que la cinta abarca mucho y aprieta poco, perdida en una ambición loable, pero que nunca llega a ofrecer dividendos positivos. Resulta sencillo comprender la fascinación de Clooney ante el inteligente y atrevido guión de Kauffman, sin embargo la película queda irremediablemente dañada por la falta de experiencia del primero, quien, en lugar de sujetar una historia tan compleja adoptando un punto de vista definido, multiplica dificultades dibujando una perspectiva informe y difusa, es decir, a ratos demasiado seria para incluir momentos realmente cómicos y a ratos demasiado alocada para tomarla completamente en serio, en busca de una ambigüedad sutil que se le escapa sin remedio. En definitiva, Confesiones de una mente peligrosa exige un ejercicio que a George Clooney, como a cualquier debutante, aún le viene grande.
Sin embargo, a medio camino entre los destellos, que los hay (vean los tres puntos), y las decepciones, sin excesivas estridencias, toma forma una película básicamente entretenida, que se deja ver sobre todo gracias a los esfuerzos interpretativos del propio Clooney, impecable en su papel de reclutador de espías para la CIA, y, sobre todo, del protagonista Sam Rockwell quien justamente ganó el Oso de Plata en Berlín por este trabajo. En definitiva una de cal y otra de arena: una opera prima prometedora, pero que aún no logra sus objetivos. Clooney tendrá tiempo y dinero para mejorar. Por lo pronto ya ha anunciado un nuevo proyecto tras las cámaras.
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