Ahogando las penas
Por
Antonio Ruiz Valdivia
California siempre se ha retratado en la pantalla grande como un idílico
paraíso dominado por lolitas patinadoras, fornidos vigilantes de la playa,
rubias reinas del baile y niños pijos que aspiran a ser surferos. Alexander
Payne se ha encargado de mostrarnos en su tercer largometraje a una
California totalmente diferente, cuarentona y vinícola, de perdedores ( o
héroes, según el ángulo desde el que se mire) anónimos. No hay espacio para
los grandes actos, no hay tiempo para ser brillantes, una historia contada
desde el suelo que invita a encontrar lo amable de la cotidianeidad y la
amistad.
La cinta arranca como una road movie que representa la última semana de
libertad de Jack (Thomas Haden Church) antes de su unión matrimonial; su
padrino, Miles (Paul Giamatti) se encarga de preparar siete días en los
que el vino y el golf deberían ser los auténticos protagonistas. El destino
de su trayecto es el valle de Santa Ynez, una especie de Toscana en el
centro de California, y el vino comienza a ser degustado por los amigos.
Cada uno de los protagonistas se acerca al exquisito líquido de manera
diferente, dos formas de entender la vida, dos conceptos de la existencia.
Uno desde la teoría y otro desde la praxis, uno lo analiza y otro lo
saborea, uno mira la vida pasar y otro exprime hasta el último segundo.
Entre copas no pretende ser un cuento moral, más bien, se erige como un
álbum de fotos de las relaciones, del amor y la amistad, del miedo y el
rechazo, de la frustración y la alegría. No es una historia de buenos y
malos, nadie es perfecto y cada cual acarrea con su grado de imperfección.
Payne se acerca a sus personajes desde un conseguido guión, basado en una
novela de Rex Pickett, huyendo de lo pretencioso y de la filosofía barata.
No hay guiños a la verborrea rimbombante, las palabras nos conducen a lo más
profundo de cada uno, y de camino, se imparte una improvisada clase de
enología.
Uno de los grandes atractivos del filme es la notoria interpretación de sus
cuatro protagonistas. Desde la vitalidad contagiosa de Thomas Haden Church
hasta la contenida intervención de Virginia Madsen pasando por la jovialidad
de Sandra Oh. Pero, sobre todo, resulta sobresaliente la presencia de Paul
Giamatti (American Splendor, Man on the moon), cuyo ejercicio acerca de
la mediocridad es sorprendente, sus gestos respiran realidad, pocos actores
consiguen hacernos olvidar de manera tajante que estamos en el cine, el
actor se afianza como uno de los referentes del circuito indie.
El problema de la cinta es su envoltorio de comedieta, algunos la tratarán
como un simple producto de domingo por la tarde. Debemos encontrar el punto
ácido del filme y profundizar en la decepción de los no triunfadores.
Lástima que en los cines no se ofrezca vino, desde aquí lo reivindicamos. A
ser posible, pinot noir.
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