Charlot sin Chaplin
Por
Juan Antonio Bermúdez
A sus 68 años, Woody Allen no renuncia a seguir haciendo versiones de esa genial y disparatada crónica sentimental contemporánea que fijó a mediados de los 70 en una de sus obras maestras: Annie Hall. A sus 68 años, no renuncia a contar en primera persona las pasiones y las depresiones de Manhattan, isla refugio de la izquierda divina universal en un universo que diviniza a la derecha.
Ya trató la edad como factor que determina una relación de pareja precisamente en la película que lleva el nombre de su mitificado micro-mundo (Manhattan, 1979). Pero justo para huir de eso, para no reducir todos sus filmes a historias de humberts y lolitas y poder seguir trabajando con actrices a las que duplica o incluso triplica en años, se ha planteado a menudo (y casi siempre sin encontrarlo) buscar a un actor que le sustituya en la pantalla.
Probó así con Kenneth Brannagh en Celebrity y ahora, en Todo lo demás, ensaya con Jason Biggs una fórmula intermedia, cediéndole al joven actor gran parte del protagonismo de la cinta y reservándose el propio Allen un papel “en la sombra” pero muy lucido. Tal vez la presencia de Biggs, estrella entre los adolescentes estadounidenses desde su participación en American Pie y sus secuelas, haya sido algo más que una sugerencia de la productora Dreamworks en un intento de incorporar nuevas generaciones a la reducida audiencia de Allen en su país.
Lo cierto es que su interpretación está muy bien: ágil, creíble y con química en la réplica a una también excelente Christina Ricci y a los demás actores. Pero el desdoblamiento al que lo somete el director es tan estricto, el perfil de su personaje es tan calcado a ese icono de la neurosis posmoderna que es Woody Allen, sus tartamudeos y sus obsesiones son tan suyas sin que obviamente llegue a ser él por completo, que en la película acecha una extraña sensación de fraude o de carencia. Es como asistir a una de esas abundantes imitaciones de Charlot, perfectas pero desalmadas. Ni más ni menos.
Y puede ponérsele un segundo pero a Todo lo demás bastante relacionado con lo anterior. Al proyectar todo su ego en un doble, Jerry Folk, el aspirante a escritor encarnado por Biggs, Woody Allen se justifica más, su autocrítica no resulta tan incisiva como la parodia de los que lo rodean. La novia caprichosa, la suegra histérica, el agente incapaz, el psiquiatra indolente y hasta ese mentor bastante desquiciado al que interpreta el mismo Allen son fantasmas, cuesta ver en esas caricaturas rasgos humanos de complicidad y complejidad. Y ahí se explican por ejemplo las acusaciones de misoginia que se le han hecho a la película en relación con los retratos femeninos.
Si se hace el esfuerzo, tal vez costoso pero posible, de perdonar estos vicios, Todo lo demás es otra espléndida lección de vida y de cine, más divertida e inteligente que el noventa por ciento de los filmes que invaden la cartelera.
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