Mi pequeña boda turca

Por Ángel Rojo

Sibel, una joven turco-alemana, finge un suicidio para escapar de su conservadora familia musulmana. Tras un intento frustrado, será su encuentro con Cahit, otro suicida de cuarenta años, en una clínica psiquiátrica el que le dé una nueva idea para conseguirlo: un matrimonio de conveniencia.

A pesar de tal premisa argumental, Contra la pared nada tiene que ver con la película protagonizada por Andie Mcdowell y Gérard Depardieu. Ni siquiera con El banquete de bodas de Ang Lee. La primera secuencia en la que Cahit (interpretado por el enigmático Birol Únel ) estampa literalmente su coche contar un muro o la singular manera de Sibel de convencerlo para casarse con ella (romper un botellín y abrirse las venas en un abrir y cerrar de ojos) dejan las cosas claras. Esto va en serio.

El director Fatih Akin refleja con contundencia y poca complaciencia el choque emocional de estos dos personajes walking on the wildside, de origen turco, y destinados a vivir un amour fou en una Alemania pluricultural.

Si bien lo atípico del argumento le permite ciertos toques de humor más atípicos aún, es el tono fatalista pero vibrante del relato lo que deja al espectador expectante por el desarrollo de una historia con ritmo de punk, techno e incluso folk (el film está puntuado con las intervenciones de un grupo de musical tradicional turca, como el coro en las tragedias griegas), en la que cualquier cosa puede pasar. Y sin previo aviso. Irrumpiendo como un fuego de artificio en la madrugada. Así, el cineasta de origen turco saca sus fuerzas de la tensión que genera la contradicción: la vitalidad inicial de Sibel y el desencanto de madurez de Cahit; la claustrofobia de la tradición y la agorafobia de la modernidad; la libertad de actuar y la responsabilidad de sus consecuencias; sexo sin amor y amor sin sexo. Realidades enfrentadas con dos posibilidades: coexistir o neutralizarse. Todo ello focalizado en sus dos protagonistas, Sibel y Cahit, cuya imposible historia de amor han de resolver finalmente allí donde comenzó el problema: Estambul.

Nuevo centro existencial del planeta, como ya pudimos apreciar en Uzak de Nuri Bilge Ceylan, la capital turca es el marco idóneo tanto para una bajada a los infiernos y la expiación de culpas como para que los amantes alcancen, aunque sólo sea una vez, el séptimo cielo.

La ciudad, en la que las luces de neón cambian el color de las cosas a cada parpadeo, se convierte en la metáfora de unos personajes acosados primero por el vértigo de la indecisión, y luego por el vacío de la determinación. Nada más lejos de una comedia romántica.

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