Verdades
Por
David Montero
Michael Moore nunca ha sido ajeno a la polémica. En 1989 uno de sus documentales, Roger and Me, que retrataba la imparable decadencia de la ciudad de Flint tras el cierre de las fábricas que General Motors tenía en la zona, fue tachado abiertamente de falso y tendencioso. Según se desprendía de la cadena de acontecimientos que retrataba la película, en los años 1986 y 1987 General Motors había despedido a más de 30.000 empleados y los posteriores esfuerzos de las autoridades locales para reconstruir la maltrecha economía de la zona (un parque temático, un nuevo hotel, un centro comercial) habían fallado sin remedio. En realidad los despidos de General Motors en Flint habían comenzado en 1974 y habían continuado hasta culminar en los despidos masivos de los años 1986 y 1987 en los que más de 10.000 personas perdieron sus puestos de trabajo. Algunos de los programas alternativos puestos en marcha para paliar la situación habían fracasado (es el caso del parque temático) antes incluso de que se produjeran los despidos generales de mediados de los ochenta. A pesar de que muchos se apresuraron a calificar Roger and Me como una gran mentira, Moore defendió la honestidad de la cinta, arguyendo que todo lo que en ella puede verse ocurrió realmente y que las divergencias a la hora de estructurar un texto cinematográfico importan poco en virtud de la “verdad artística” del documental.
Casi quince años más tarde la forma en la que Michael Moore hace documentales ha variado bien poco y sus películas, a fuerza de separarse del poder totémico de la objetividad, se van convirtiendo en reivindicaciones cinematográficas cada vez más efectivas, desinhibidas y demoledoras. En Fahrenheit 9/11, Moore pasa repaso a la política internacional de George W. Bush y su administración, deteniéndose en la reacción del gobierno norteamericano frente a los atentados del 11-S y en especial en la cercana y dolorosa guerra de Iraq. Más que nunca la “verdad artística” de Michael Moore no admite sutilezas ni medias tintas. En Fahrenheit 9/11 Bush no es más es un niño de papá que llega al poder utilizando malas artes, un guiñol perdido sin una mano que le haga actuar y un vago ignorante que trata de evitar cualquier tipo de trabajo; su administración está compuesta por un grupo de astutos rapaces podridos de dinero, racistas y vanidosos que utilizan el gobierno de los Estados Unidos y las muertes de muchos inocentes para que las empresas de sus amigos (que más tarde serán las suyas) encuentren nuevas fuentes de ingresos. No hay punto medio, ni lectura equilibrada; sí hay un discurso cinematográfico de edición impecable, que estructura sus argumentos con eficacia, manteniendo un interés sostenido y utilizando la música como acertado contrapunto irónico.
Al igual que ocurría en Roger and Me, la verdad no está efectivamente en el centro de Fahrenheit 9/11, sino que se asoma como un reflejo huidizo tras el chiste grueso, oculta en el marcado afán electoralista del filme y dispuesta en los contornos de cada caricatura. Esa verdad, que exigimos a los documentales incluso cuando se transforman en discursos claramente subjetivos, la evoca Fahrenheit 9/11 con más sutileza de lo que parece y es necesario observar el filme con más detenimiento para darse cuenta de que, como dice Eduardo Galeano, a la guerra siempre van los mismos y que en ella siempre mueren los mismos; que el dinero pesa más que cualquier consideración política, cívica o humanitaria en nuestros dias; que los deseos de los ciudadanos, sus exigencias, cuentan muy poco y que existe una impunidad alarmante entre quienes nos gobiernan. Hay muchas cosas que convierten a Fahrenheit 9/11 en una película divertida, irónica, estremecedora, directa, tosca o efectiva, pero son esas verdades las que la convierten además en una película necesaria.
Comparte este texto: