Futuro incierto
Por
Pablo Vázquez
Esta tercera entrega de los vigilantes letales
del futuro, cualquier cosa menos una secuela de circunstancias,
confirma lo que se ha convertido en norma en el cine para el gran
público de los últimos años, concretamente a partir de los muy
conservadores noventa : hacer películas de serie B con presupuesto
A, es decir, con dinero y lujuria por gastarlo. Esto implica dos
cosas, a saber; la primera mayor espectáculo (visual) y la segunda,
paradójicamente, menor exceso (narrativo), entendido no sólo como
reducción de sexo y violencia, sino también como un acortamiento
de la pura inventiva suicida. Este terminator cumple con eficacia
de autómata todas estas características.
Lejos
de la muy hábil fusión de influencias de las anteriores entregas
y también de las pretensiones del megalómano Cameron, la película
de Mostow es una llana, esquemática, humilde (ejem) y divertida
aventura de videoclub, en la que la falta de sorpresas y repetición
de fórmulas no molestan porque son la esencia misma del cine de
explotación. Una explotación lujosa que es, además, producto de
su tiempo y presa de una desconfianza y un miedo propios de comienzos
de siglo, que la hermanan directamente tanto con el cine de los
setenta y novelistas como Richard Matheson o el Harry Harrison
de Make room! Make room!, como con el espíritu algunos
de los mejores cómics de la Marvel.
Si a ello añadimos el previsible sentido del humor
macarra (tiene gracia que deleitarse en un cuerpo a cuerpo entre
un hombre y a una mujer no se prohiba en estos tiempos tan políticamente
correctos simplemente porque sean dos robots del futuro), una
pizca del cine, yanqui e italiano, de futuros desolados de los
ochenta y unas escenas de acción bien resueltas y debidamente
espectaculares, tenemos todo lo que ofrece, sin mayores complicaciones,
esta esperada y aplazada tercera entrega.
Y finalicemos con un apunte para los que sí se
toman en serio estas cosas y aspiran a algo más que a la sobredosis
de metal machacado: los niños que crecieron mirándose al espejo
de John Connor podrán darse cuenta ahora de que sólo es un pobre
mortal al que le viene grande su destino. Él, como la máquina
que tiene que protegerle, escapan de un mundo que, como ellos,
sólo adquiere sentido con su propia autodestrucción. Los profetas
de la hecatombe están de enhorabuena; hasta el cine de palomitas
ha empezado a darles la razón.
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