Perdedores

Por Pablo Vázquez

No creo que sea una casualidad que en un año en el que el hallazgo de una comedia verdaderamente valiosa ha sido una labor de explorador idiota, se estrenen de golpe y porrazo dos de las mejores obras de la productora Happy Madison, demostrando que la evolución del humor tal vez lleve un camino más concreto del que imaginábamos: hablo de la triste y modélica 50 primeras citas, ejemplo de cómo el cine de Sandler puede transitar por sendas tan poco previsibles como, a la vez, reconocibles, y , por descontado, este Dickie Roberts, que se podría vender como una (gran) comedia luminosa sobre el fracaso vital.

La película, escrita al alimón por Fred Wolf y el progresivamente grande David Spade, alcanza, cuanto menos, dos metas muy importantes: a) una inmersión nada alegre en la alcantarilla del sueño americano, sólo redimida por la búsqueda de soluciones en los mismos recursos vitales que ya empleaban LaCava, Wilder o Frank Capra para endulzar sus comedias más desalentadoras, y b) una coherente mezcla de las loables intenciones con el puro y duro humor ácrata, desde una postura que tiene muy poco de acomodaticia y sí mucho de canalla.

El hecho de que esta extraña fábula tome el desvío familiar una vez planteados sus amargos cimientos y se mueva constantemente en una cuerda floja que está a un paso de desembocar en el extremismo dramático de un Patch Adams cualquiera, no debe difuminar la rotunda eficacia de cada uno de sus gags (el conejo desenterrado, la animadora calentona, esos trompazos en bici que se dirían herederos de Jackass…) y su valiente condición de ajuste de cuentas con la cultura pop y su ánimo insaciable por fabricar mitos de usar y tirar.

La historia del perdedor Dickie, niño prodigio fracasado y voluntarioso que comparte lamentos con Emmanuel Lewis (ex Webster) o Dustin Diamond, no deja de reflejar una Norteamérica, la misma que la de Todd Solonz o los Friedmans del documental de Andrew Jarecki, que se plantea honestamente las causas de que tantos seres disfuncionales cubran sus calles. Wolf y Spade nos hablan de la ausencia de infancia como forjador de vidas incompletas, pero también de la dureza de la opinión pública y de los medios de masas para permitir la redención de los desnortados. No deja de ser un discurso inteligente, latiendo bajo capas de profundo conocimiento de los mecanismos del humor. Pero, así son las cosas, una película como ésta no nace para vencer y pronostico que su fracaso, crítico y comercial, será por una vez, coherente y necesario para su propia naturaleza maldita. Sin embargo, no deja de ser una pena que muchos tengan que necesitar unos cincuenta años para llegar a ella sin prejuicios y disfrutarla de veras. Tal vez a ustedes, si han llegado hasta este punto, no les haga falta tanto tiempo.

Comparte este texto: