Seres desdoblados
Por
Carlos A. Cabrera
Cisne Negro cuenta la historia de Nina (Natalie Portman), una bailarina que aspira a conseguir el papel de principal en el ballet El lago de los cisnes. Como simple drama entre bastidores tiene todos los elementos del género: la rivalidad entre compañeras, el surgimiento de una nueva aliada que se torna enemiga, la caída de un viejo ídolo para ser sustituido por uno nuevo y la terrible e inexorable amenaza de la transitoriedad. La referencia a Eva al desnudo se hace inevitable.
Sin embargo, Cisne Negro es mucho más que eso. Darren Aronofsky dibuja un retrato oscuro y preciso de los mecanismos de la obsesión por la perfección y nos muestra sutil y progresivamente los resortes que mueven a su personaje hacia una locura autodestructiva. En este sentido, este film recuerda mucho más a La pianista, de Michael Haneke.
En la misma línea de seres obsesionados con la perfección Aronofsky, igual que Haneke, no se olvida de esos otros demonios que habitan inadvertidos en las sombras del alma: los propios progenitores, que empujan a sus hijos a un camino que no es otra cosa que una prolongación de sus propias obsesiones y carencias. Aronofsky, en su sabiduría y su conocimiento del universo simbólico, nos presenta a una madre obsesiva virtualmente encerrada en casa, que vive a través de los éxitos y fracasos de su hija, y escenifica su pulsión castradora con el acto insistente de cortarle las uñas a su hija. Barbara Hershey (Hannah y sus hermanas) encarna a esta mater amantísima que es a la vez la autentica bruja malvada de este cuento de hadas, ambas fundidas en un solo personaje, y lo hace con una verosimilitud que asusta. Es el embrujo que esta madre-ogro ejerce sobre su hija el que la convierte en el verdadero antagonista de Nina.
Natalie Portman está sencillamente espectacular en el papel de la frágil bailarina. La niña que ya nos dejara boquiabiertos en su debut en León, el profesional, no sólo despliega un monumental trabajo actoral, sino que demuestra unas dotes excepcionales para la danza. A pesar de contar con una bailarina profesional para doblarla, a quien vemos bailar en la mayoría de sus planos es a la propia actriz.
Más discreto, aunque no menos adecuado, está Vincent Cassel, en el papel del coreógrafo director de la compañía de ballet que emplea de forma ambigua la sexualidad para dirigir a sus bailarinas. Éste forzará a Nina a estirar sus límites para poder interpretar al delicado Cisne Blanco y a su doble lujurioso, el Cisne Negro. Y el resultado de este esfuerzo la llevará a abrir estancias secretas de su propia alma.
Una vez mencionadas las soberbias interpretaciones, no podemos dejar de señalar la vibrante dirección y puesta en escena de Aronofsky, cuya maestría en su oficio está fuera de dudas. La delirante imaginería del director no nos saca ni por un segundo de la historia que nos está contando, sino que nos sumerge más aún en la película a unas profundidades abisales en las que no podemos menos que sentir terror (¿no era esto una película de bailarinas?). Y, por más predecible que pueda parecernos el resultado de la obsesión de Nina, no podemos apartar la vista de la pantalla salvo cuando las imágenes alucinadas de su psique se nos hacen demasiado perturbadoras.
También es muy destacable la labor de vestuario, maquillaje, decorado y atrezzo y, por supuesto, la fotografía, que juegan silenciosamente a favor de la cinta sin resultar demasiado evidentes, pero haciendo en su conjunto de Cisne Negro una experiencia estética memorable.
En suma, una película absorbente, bella, llena de sensibilidad, compasión y humanidad. Desagradable por momentos, pero hipnótica. Dura y hermosa, horrible y deliciosa como un cuento de hadas en el que no se nos priva de ningún detalle, ni del más oscuro ni del más inquietante. Que nadie se la pierda.
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