Todo a cien
Por
Carlos Leal
Corren tiempos extraños, en los que presidentes ficticios nos embarcan en guerras ficticias por motivos ficticios, aunque con consecuencias desgraciadamente reales. Nunca la verdad había estado tan devaluada: Irak posee armas de destrucción masiva, Sadam Hussein era una amenaza para la paz mundial, el Gobierno gestionó ejemplarmente la crisis del Prestige, Urdaci es un profesional como la copa de un pino. Así las cosas, la aparición de casos como los de Jayson Blair (New York Times), Jack Kelley (USA Today) o Christopher Newton (Associated Press) no deja de ser un signo de los tiempos.
Al protagonista de El precio de la verdad, Stephen Glass, le corresponde el dudoso honor de haber iniciado esta reciente saga de reporteros-fabuladores, de profesionales demasiado aficionados a esa vieja máxima periodística que recomienda no dejar que la realidad arruine un buen reportaje. En 1998, Glass fue despedido de su empleo en The New Republic por haber falseado datos en 26 de los 41 artículos que publicó en la prestigiosa revista estadounidense.
En su aproximación al polémico caso, el debutante Billy Ray ha optado por una dirección sobria y ceñida a los hechos, que bebe en la fuente del cine político estadounidense de los años 70. Pero Billy Ray no es Sidney Lumet, y aunque la narración está bien construida y mantiene el interés del espectador en todo momento, en algunas secuencias la realización desprende un cierto tufillo a telefilme de sobremesa bastante desconcertante.
Mención aparte merece la interpretación del joven Hayden Christensen, que lejos de sus devaneos por el universo cinematográfico de George Lucas consigue sacar adelante con corrección un personaje ambiguo y difícil. En todo caso, el gran descubrimiento del filme es el actor Peter Sarsgaard, que saca petróleo de su personaje secundario como director de la revista en la que trabaja Christensen. Suyos son los mejores momentos de esta interesante intriga periodística, que transita el difícil camino entre la ficción y la realidad.
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