Elogio del buenrollismo
Por
Joaquín Díaz Cáceres
Mike Leigh pretende realizar
con Happy, su última obra, un cuento sobre la felicidad, como reza
el subtítulo del largometraje, pero apenas alcanza a confeccionar una
fábula cuyo final es demasiado previsible. Vamos, que se le ve el plumero
a kilómetros. El mensaje queda en evidencia y, por tanto, la parábola
se derrumba como un castillo de naipes, y el sarcasmo se diluye como
un azucarillo en el té, pero té inglés, por descontado. En la sociedad
en la que vivimos, la felicidad no es una mercancía gratuita, antes
al contrario, vivimos rodeados de ruindad, pesimismo y soledad en nuestras
enormes urbes de cemento, y el optimismo hay que derramarlo en dosis
adecuadas, sin malgastar ni una preciosa gota.
Así nos presenta a Poppy,
una fresita de Gran Hermano al estilo británico y con cierta pátina
kitsch, con complejo de Peter Pan y palpablemente desequilibrada, que
se toma la vida como un sucedáneo del País de Nunca Jamás. Sally
Hawkins, a pesar de su Oso de Plata en el Festival de Berlín, realiza
un trabajo demasiado aparatoso y excesivo, aunque no deja de ofrecernos
ciertos momentos hilarantes, como la escena en la academia de flamenco.
Menos mal que el resto
del reparto brilla a un gran nivel, sobre todo un Eddie Marsan en el
papel de Scott, un profesor de autoescuela solitario y taciturno. Y
el guión tampoco está mal articulado, incluso con ciertos diálogos
brillantes que actúan como una cortina de humo para poder enredar al
espectador poco avispado en la maraña optimista que les tiende Leigh.
Cierto es, también, que del patio de butacas sales con una sonrisa
esbozada en los labios, pero que, sin embargo, eres incapaz de averiguar
si es de felicidad, o de malicia. He ahí la debilidad del producto
que nos ofrece el cineasta inglés, lo predecible del mensaje y la superficialidad
de la historia nos deja tan aturdidos que somos incapaces de digerir
lo que hemos visto. Y eso al final nos da mal rollito. Quizás demasiado.
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