Víctimas, verdugos, víctimas
Por
Juan Antonio Bermúdez
Se lo escuché una vez a José Luis Sampedro
en una entrevista: “Vaya usted al mercado sin dinero y cuénteme luego
si allí se siente libre”. Es una obviedad contundente, irrebatible.
La libertad de mercado se reduce a la libertad que puede comprarse.
Y un mundo que se asienta sobre esa idea de libertad es un mundo de
esclavos.
Las películas de Ken Loach no sorprenden.
Reproducen las casi infinitas versiones de la lucha de clases, que hoy
no se libra (seguramente nunca se libró) en batallas colosales sino
mediante escaramuzas cotidianas, rutinarias meriendas de peces pequeños,
grandes, gigantescos. Es por su capacidad para testimoniar y describir
desde parábolas mínimas los máximos conflictos por lo que el cine
de Loach resulta tan necesario. Y más eficaz mientras más acotados
y próximos a la cultura del director son sus argumentos. El Loach ‘británico’
siempre me pareció más convincente que el que busca la libertad por
otras tierras.
En un mundo libre… se sitúa,
en ese sentido, entre sus mejores trabajos recientes. Con una claridad
que bordea (y salva) el maniqueísmo, logra plasmar los chanchullos
sobre los que funcionan las empresas de trabajo temporal, matrices de
una maquinaria perversa en la que una persona corriente, como la Angie
de esta película, puede terminar convirtiéndose en una mafiosa explotadora
capaz de cometer las mismas injusticias que ha padecido. El éxito total
de este sistema es convertir a la víctima en verdugo y asegurarse así
su continuidad caníbal en beneficio de terceros que nunca se manchan
las manos con el trabajo sucio.
La clase trabajadora, heroína reincidente
en el cine de Loach, ha variado bastante desde que el director filmase
sus primeras obras para la BBC en los años 70. Los inmigrantes forman
hoy (en Gran Bretaña y en toda la Europa boyante) un lúmpen indefenso
y disgregado. La desideologización ha liber(aliz)ado nuestros peores
instintos supervivientes. Y uno de los apuntes más certeros de En
un mundo libre… va en esa dirección, al mostrar el contraste
entre el comportamiento “apolítico” de Angie y la actitud crítica
de su padre, proletario de otra generación.
La verosimilitud, pilar fundamental del
sello realista de Loach, crece sobre la frescura de dos interpretaciones
excelentes de las desconocidas Juliet Ellis y Kierston Wareign, y sobre
un guión más cerrado de lo que pudiese parecer y casi perfecto. La
precipitación de ciertas soluciones es una de las pocas pegas que podría
ponerle al texto de Paul Laverty.
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