Woody reinventa Barcelona
Por
Carlos Leal
La Barcelona de Vicky Cristina Barcelona no es más real que el Nueva York de Manhattan o París y Venecia en Todos dicen I love you (una película que, según una de sus protagonistas, tiene que ser a la fuerza un musical porque en caso contrario nadie se la creería). La Barcelona de Woody Allen es un lugar mágico, iluminado por un sol imposible y surcado por las curvas sinuosas de la arquitectura de Gaudí, que gira al son de los acordes de una guitarra lejana. En definitiva, una postal.
Los personajes tampoco son un dechado de verosimilitud: desde Vicky y Cristina -la viajera aventurera y la turista prudente- hasta Juan Antonio y María Elena, los españoles pasionales y alocados a los que dan vida Javier Bardem y una inesperadamente brillante Penélope Cruz. Tampoco destaca por su realismo el retrato de ciertas situaciones y ambientes, en particular los relacionados con el mundillo del arte y la bohemia.
Pero es que a Woody Allen no le importa nada de esto. Allen lleva años diciéndonos que el arte es arte y la vida es vida, y que hay que estar muy ciego para confundirlos. La vida es azarosa, incontrolable y está llena de sufrimiento; el cine, por el contrario, es una creación del intelecto, un entorno controlado en el que todo puede (y debe) ser perfecto. Una cápsula de felicidad. Un verano en Barcelona.
Aislados de su referente real, pierde el sentido acusar de tópicos a los personajes, las situaciones o los espacios de Vicky Cristina Barcelona. Bien al contrario, habría que hablar de abstracciones, incluso de mitos, de los que Allen se sirve para pintar una nueva casilla en su enorme fresco de las relaciones humanas. Y es que sólo despegándonos del suelo podemos tomar la distancia necesaria para abordar las grandes preguntas. Por ejemplo: ¿Cuánto tenemos derecho a pedirle a la vida? ¿En qué momento es necesario capitular?
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