Un filme fallido
Por
Carlos Leal
Vaya por delante que a mí me gusta Paul Auster. Sobre todo en su faceta de novelista (El palacio de la luna está entre mis libros de cabecera), pero también en sus garbeos con el cine: Smoke es uno de los títulos de referencia del cine independiente estadounidense de los 90, Blue in the Face es un curioso divertimento en el que cobra vida frente a la cámara el universo de Brooklyn que sirve como trasfondo a su primera película, y Lulu on the Bridge, sin llegar al nivel de acierto de sus dos colaboraciones con Wayne Wang, muestra a un creador con inquietudes por investigar las posibilidades expresivas de la cámara de cine.
Y así llegamos a La vida interior de Martin Frost, segundo largometraje en solitario del autor de La trilogía de Nueva York. En su nuevo trabajo, Auster plantea uno de esos juegos metalingüisticos a los que es tan aficionado: un escritor llega a una casa de campo que le han prestado unos amigos para descansar después de publicar su última novela. Allí comienza un nuevo relato, protagonizado por él mismo y ambientado en el mismo escenario, en el que a su vez comienza a escribir una historia inspirado por la presencia de una extraña mujer que dice ser su musa.
Es fácil advertir en el trasfondo de La vida interior de Martin Frost detalles que nos remiten a Smoke o Lulu on the Bridge: la importancia de la narración, el poder redentor de la ficción, el conflicto entre la lógica del arte y la lógica de la vida... Sin embargo, en esta ocasión la narración parece mucho más trabada, los diálogos suenan demasiado artificiosos, los excursos son más evidentes y menos evocadores.
Con todo, más allá del plano narrativo el gran problema de La vida interior de Martin Frost tiene que ver con la puesta en escena. A lo largo de 90 minutos, Paul Auster demuestra de todas las formas posibles su absoluta incapacidad para contar una historia en imágenes. De hecho, los recursos visuales con los que articula la narración van de lo desafortunado (la máquina de escribir girando en el espacio) a lo directamente risible (esos planos en cámara lenta y en blanco y negro...).
En definitiva, resulta imposible considerar La vida interior de Martin Frost una propuesta seria, a la altura de sus novelas o de sus anteriores trabajos cinematográficos. Apenas un detalle ilustra significativamente la falta de rigor del proyecto: en el último tercio de la película, Paul Auster da la alternativa cinematográfica a su hija Sophie, que en apenas un cuarto de hora tiene tiempo de cantar y de interpretar un monólogo de El mercader de Venecia, como si fuera la típica niña a la que sus padres invitan a demostrar sus habilidades en el salón frente a los invitados. ¿En qué estaría pensando Paul Auster?
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