Érroneo lenguaje para un gran espectáculo musical
Por
Alicia Albares
No es difícil admirar la carrera como director de Kenneth Branagh. En su trayectoria, a ratos irregular, nos ha dejado películas muy interesantes. De hecho, sus adaptaciones de Shakespeare siguen siendo un punto de referencia importante, pues ha sabido combinar con soltura la esencia de lo cinematográfico con la riqueza de su punto de partida literario. Dado su prestigio, se entiende el origen y gestación de esta nueva apuesta del cineasta británico y, por tanto, su peculiar planteamiento, muy alejado de lo que cabría esperar. Sin embargo, no deja de sorprendernos este giro, extraño e inesperado, de complicada acogida por parte del gran público. Es fácil que no guste La flauta mágica a muchos, a no ser que sea contemplada desde la curiosidad de lo que realmente es: un experimento, un juego-propuesta con aciertos pero también con graves deficiencias si se juzga con objetividad desde la narrativa fílmica.
Y es que, en el tiempo de transformaciones que estamos viviendo, se suelen emplear de manera equívoca términos lingüísticos que antes tenían un único significado. Antes, el cine era cine y tal categoría imponía algunos requisitos exclusivos, cuya superación sería y es necesaria para que la evolución del arte y la técnica sea posible, pero siempre desde un propósito y teniendo en cuenta ciertas bases inviolables. Hoy en día, en cambio, en el saco de lo cinematográfico caben muchas cosas: algunas deben ser admitidas por la innovación acertada que suponen y por el enriquecimiento que sin duda traen consigo; otras, sin embargo, pueden salir mal paradas al querer clasificarse como lo que no son y, lamentablemente, no servir para mucho en la evolución de la industria.
Ese es el caso de esta ópera filmada que nos trae el director deFrankenstein o Hamlet. Si, hasta ahora, Brannagh disfrutó (y nos hizo disfrutar) llevando a la gran pantalla sus obras de referencia, sin temor a las concesiones que le imponían tanto su público como las necesidades del lenguaje cinematográfico, ahora se ha olvidado de todo freno o norma. Hipnotizado por la música de Mozart, cuyo valor atemporal no puede ser desmerecido en ningún caso, ha creído que ésta y una extravagante puesta en escena eran suficientes para engatusar al espectador medio. Por ello, ni guión ni planificación han sido tenidas en cuenta a la hora de conseguir un producto atractivo comercialmente. Fiel a la historia que nos cuenta la composición original, el realizador y co-guionista (junto al actor Stephen Fry), no selecciona secuencias en favor de lograr un ritmo narrativo apropiado, logrando que el metraje resulte excesivo casi desde su primera mitad. Los numerosos personajes no encuentran su lugar en la historia e intentan situarse dentro de los roles que se supone que deben desempeñar, perdiendo en la empresa toda su identidad y valor (muestra de ello es la pretendida aunque nula comicidad del ayudante del protagonista, Papageno, que se hunde, sin remedio, en el histrionismo más inadecuado). No hay épica en una historia cuya naturaleza arquetípica (el mal encarnado en la Reina de la Noche, el romance entre los protagonistas, la batalla final por la paz que han de librar, el objeto mágico que da nombre a la ópera y que les dará la victoria…), de haber sido bien representada, podría haber construido una empatía y fuerza fílmicas que estuvieran a la altura de la categoría de su música.
Discurriendo por el terreno de lo sui generis también en el diseño de producción, Brannagh no tiene medida y utiliza los recursos digitales (evidentes y poco conseguidos) como medio para dar vida a una atmósfera en tonos pastel que se compone recurriendo a una mezcla inclasificable de épocas: vestuario medieval y renacentista entre castillos de cuento de hadas y tanques de la Primera Guerra Mundial, trincheras que hablan, aviones que bailan en el aire…Visualmente, algunas de sus ocurrencias impresionan, pero no dejan de parecer colocadas sin un objetivo claro en medio de una algarabía de color y formas estrambóticas.
Si esperamos disfrutar de una película, La flauta mágica no dará sus frutos. Si acudimos a las salas como si entrásemos en un teatro, nos deleitaremos con la música y podremos dejarnos encandilar con los decorados... sin plantearnos nada más. Porque, lo queramos o no, se trata de lenguajes distintos que desmerecen o engalanan una misma historia.
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