Inteligente sarcasmo entre realidad y ficción
Por
Alicia Albares
Si hay algo que no se puede negar de Lars Von Trier es su liderazgo en el ámbito del cine de autor europeo, lo cual le convierte en un referente en el panorama cinematográfico actual, dada la abundancia de películas que se engalanan tras el adjetivo “independiente” para después mostrar su auténtico rostro, completamente alejado de tal categoría. Por eso, más allá de una valoración concreta y ajustada a esta película, nadie, hoy en día, puede arrebatar el trono a este particular rey: es honesto en sus ideas y planteamientos y no pretende agradar a nadie, porque no oculta su necesidad e intención de renovar, en la medida de lo posible, el lenguaje cinematográfico, con toda la polémica que esto puede conllevar. Y eso es mucho decir, ya sólo desde la intención. Si además, los resultados le acompañan en ocasiones, los halagos serán más que merecidos.
Y es que, orientada a la invención de nuevos caminos, El jefe de todo esto es un experimento: el director, obsesionado con romper las fronteras que separan ficción y realidad, quiere destruir el lenguaje del cine, acabando con todas aquellas rutinas clásicas que llevan a la narración de una historia de manera convencional. Para ello, se sirve de un sistema creado por él y denominado Automavision: la cámara, programada según unos parámetros seleccionados, toma sus propias decisiones y determina lo que se considera erróneo. Inmediatamente, cambia de ángulo y rueda lo que está sucediendo en el set desde otra perspectiva. Arbitrariedad puesta al servicio de un objetivo claro: que la realidad diegética elaborada en la ficción se acerque, cada vez más, al devenir de la vida cotidiana. Actores y técnicos no saben qué se está registrando, todo puede ser materia para el cine. Nada puede ser previsto. Así, el montaje carece de sentido, pues la cámara ofrece una bobina ya montada, donde luz, sonido y planos no son homogéneos y el resultado será de todo menos habitual.
Si ya rechazaba la luz artificial y cualquier manipulación posterior de las imágenes rodadas (lo cual condicionaba sobremanera la forma de la película), esta vez Von Trier va más allá: con este nuevo concepto del rodaje, parece haber encontrado la atmósfera que entronca con su esencia propia. Así, se puede afirmar que El jefe de todo esto es puro Von Trier en el exterior: ventanas hacia una realidad que le ha costado años saber registrar con tanta fidelidad.
Pero la personalidad del cineasta no sólo abrillanta su curiosa y novedosa fachada: el contenido del filme es tan jugoso como nos deja entrever su envoltorio. En cada situación y diálogo encontramos al autor de siempre, pero esta vez subyugado por el exquisito empleo de la mejor ironía. Siendo conceptualmente el mismo, nos lleva a sus mensajes atrapándonos con el inteligente juego de su humor que sabe alejarse de todo lo que se considera habitual: chistes surrealistas que muchas veces parecen perder el sentido en medio de la amalgama de ideas que se entremezclan en esta tempestad creativa. Todo ello en un argumento donde, una vez más y entroncando con sus intenciones artísticas, la realidad y lo fingido se entremezclan en gran paradoja que parece ser metáfora de la propia trayectoria del cineasta.
Pero nada está seleccionado al azar, cada decisión y giro del guión de esta película no es más que el peldaño de una escalinata hacia lo que, para muchos, es la verdadera obligación del cine entendido como arte: el descubrimiento del ser humano en su faceta más íntima, la exploración sutil del alma humana, la búsqueda del sentido de la vida. Si ya nos enseñó en Dogvillelos recovecos de la conciencia del hombre a través de la venganza, ahora Lars Von Trier disecciona los espacios de la moral sirviéndose de la hilaridad inteligente y la carcajada triste que nos devuelve ese espejo deformante pero real que es esta película.
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