Virtuosismo y sugerencias
Por
Juan Antonio Bermúdez
Reinventar los géneros es una tentación
demasiado frecuente y un desafío a menudo inasequible. Un siglo y cinco
años de western (Asalto y robo a un tren,1903, se acepta
como hito fundacional) han esquilmado un campo muy limitado en sus referentes
espaciales y temporales. La reedición de su pura épica original ya
contagia pocos entusiasmos si no se rellena de ironía desmitificadora
o si no descontextualiza su compacta y potente mitología. Y las dos
posibilidades tienen altos riesgos.
Los Coen salvaron esos riesgos en la
corrosiva Fargo, otra de sus películas más notables (la comparación
es inevitable), y han vuelto a superarlos con nota en este otro western
ochentero y más amargo que afila también con maestría arquetipos
y lugares comunes. Quizá esa agudeza está ya en la novela de Cormac
McCarthy que inspira al filme (y que no he leído). Pero los directores
tienen la valiosa virtud de aludir a un mundo ya visto mil veces en
la pantalla para sostener en los pilares de sus viejos tópicos una
renovada maraña de preguntas abiertas.
Porque una vez más los Coen son certeros
en lo fundamental. Tras esa sobrada solvencia de su puesta en escena,
su dirección de actores o la relojería de su guión, tras su virtuosismo
a ratos manierista y a veces amonestado por su frialdad, su cine se
vuelve grande mucho más por lo que sugiere que por lo que muestra,
mucho más por lo que desata que por lo que ata.
A ambos costados de una peripecia clásica
y muy del gusto de estos dos hermanos cineastas, la del hombre corriente
que se mete en problemas (un estupendo Josh Brolin que guía gran parte
de la historia), crecen y declinan en paralelo dos soberbias figuras:
el sheriff agotado por las acometidas de un mundo al que ya no
pertenece (Tommy Lee Jones, en la mejor tradición de los pistoleros
con talante) y el villano turbado y turbador por el que Javier Bardem
se merece un Oscar. La correspondencia entre ambos personajes alcanza
momentos de gran potencia semántica, como la doble escena casi consecutiva
en la que vemos el reflejo de ambos en un televisor apagado mientras
se toman un vaso de leche. El que los dos no se encuentren es la confirmación
definitiva del triunfo de las sugerencias sobre las evidencias. La patética
soledad final del antagonista modula y multiplica los matices del amargo
crepúsculo del viejo sheriff.
El altísimo nivel en el perfil y la
interpretación de los secundarios (unos personajes respaldan y potencian
a los otros en un diseño de manual, seña de identidad de la casa Coen)
redondea una película intensa, seria, dura y en muchos momentos fascinante.
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