Sangre en mis palomitas
Por
Pablo Vázquez
La última edición de la Semana de Terror de San Sebastián presentó un interesante programa doble de producciones norteamericanas de horror adolescente, con un denominador común: la recuperación de la concisión y brutalidad de los años setenta, con el clásico La matanza de Texas a la cabeza.
Tanto la película de Rob Zombie que ahora comentamos como la inminente Km 666 de Rob Smicht presentaban este propósito, pero sus resultados eran muy diferentes. Mientras que la película de Schmidt no dejaba de ser un sucedáneo hábil, tal vez demasiado limpio y previsible del modelo original, La casa de los 1000 cadáveres rompía todas las puertas a la imaginación, abría de par en par todos los ventanales del circo de los horrores que ha ido morando, desde niños, en nuestras cabezas. Básicamente, donde una película imitaba y copiaba, la otra reconstruía, inventaba y emprendía el vuelo.
Por tanto, La casa de los 1000 cadáveres más que un nuevo revival de los crímenes de la sierra mecánica es un colosal festín multirreferencial del humor malsano y los miedos adolescentes más básicos y oscuros. La película que se ha sacado de la manga, después de haber peleado con uñas y dientes, el ex -cantante de White Zombie no es un slasher al uso, ni siquiera lo que comúnmente se reconoce como una película de género. Sí pertenece, en cambio, a esa clase de obras, cada vez más infrecuentes, por las que un género avanza y encuentra nuevos caminos. Una interpretación que utiliza a su antojo estereotipos y lugares comunes con tanta complicidad como falta de respeto, con un resultado que nos recuerda algo que parecía cada vez más enterrado: que el cine fantástico resulta en ocasiones el cauce más adecuado para el desparrame creativo de según que autores. Es decir, que el horror es en ocasiones el mejor caldo de cultivo para la obra de autor.
Zombie ha logrado algo muy parecido a la película de horror definitiva, la celebración del nuevo milenio que ha llegado con casi cuatro años de retraso. Además de a las hazañas de Leatherface, la película remite a otro clásico de Tobe Hooper (para mí superior a su más célebre película), La casa de los horrores, a la extraña Spider baby de Jack Hill, a la mitología de los asesinos en serie yanqui (Ed Gein, Albert Fish…) y al clásico craveniano Las colinas tienen ojos. Y lo hace con una personalísima impronta visual, que mezcla valientemente continuamente diversos formatos y niveles narrativos, consiguiendo momentos de una fuerza sobrecogedora (el asesinato del policía en un picado largo y sostenido).
Por otra parte, Sid Haig, una morbosa y decadente Karen Black y sobre todo la explosiva Sheri Moon han decidido pasar a formar parte de nuestras pesadillas. Podrán hacer otras películas, pero gracias a Zombie se han convertido desde ya mismo en seres marcados a fuego en el imaginario de los fanáticos del horror con mayúsculas. Tan divertida como contundente y suicida (sobre todo dentro de los parámetros del cine actual), La casa de los mil cadáveres es la película que estábamos esperando. Yo, desde luego, si la pillo con trece años ya me hubiera cortado las venas.
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